2
— Sta. Baker –
La suntuosidad de la velada era exquisita, la música
embriagadora y el emplazamiento perfecto. No había sido difícil para James
mezclarse entre los asistentes a la fiesta. Como si hubiera nacido para formar
parte de la aristocracia. Se sentía tan cómodo entre los ricos como entre los
piratas. En el fondo no había tanta diferencia, la delgada línea que los
separaba, era tan fina como la que separa el amor del odio. Entre la clase
aristócrata inglesa y los piratas existía la misma ambición, malicia y ansias de
poder. Pero con una diferencia: los piratas tenían un código de honor
inquebrantable. Algo que los nobles, desconocían.
—Está muy elegante, capitán.
A la derecha de James, Benjamin vestía como su sirviente
personal. Estaba irreconocible, pero su evidente falta de modales lo convertía
en el objeto de muchas miradas.
—¿Y ahora, qué se supone que debemos hacer? —Se introdujo
dos tartaletas de mantequilla en la boca.
—Deja de comer y busca a la dama, Benjamin.
—¿Dama? ¡Es una mujer! —exclamó—. Me dijo que veníamos a
buscar un mapa.
—Sí. La señorita Catherine Baker es el mapa.
Se limpió los restos de comida como si tuviera un bicho
sobre la barriga y lo miró.
—Las mujeres no traen nada bueno, capitán. Nada bueno —rumió
mientras daba media vuelta para cumplir con la orden.
Hacerse pasar por uno de los sobrinos del conde de Saint
Germain y barón de las islas de Man, sería el cebo perfecto para captar la
atención de su presa. James vestía con una chupa de seda en color azul, y una
casaca de tafetán en un tono más intenso con detalles policromos. El corte
clásico del traje resaltaba su masculinidad y atraía la curiosidad de gran
parte del público femenino. Los abanicos revoloteaban a su alrededor entre
sutiles risitas y susurros, mientras las miradas indiscretas de algunas de las
presentes, lo tentaban a abandonar la sala y cometer alguna fechoría.
Un hombre alto, esbelto y con buen porte, se acercó a él
y le sonrió. Una de aquellas sonrisas frías que ocultan tanta desconfianza como
curiosidad.
—No tengo el placer de conocerlo, disculpe mi ignorancia.
Soy el marqués de Northampton.
—James Shiedfild, barón de las islas de Man —contestó con
la misma rigidez—. Un placer.
—Un descendiente de los Shiedfild… —repitió, sorprendido—.
Hace tiempo que no trato con su familia. Entonces, ¿conocerá al conde?
James se alegró de tener negocios con gran parte de la
aristocracia corrupta de Inglaterra y Gales. Incluyendo al avispado conde.
—Soy el sobrino del conde Saint Claires —eludió—. Todo un
casanova.
—Eso parece que viene de la familia —afirmó el marqués,
muy consciente de la atracción que ejercía James sobre las mujeres del salón—.
Es un placer. Conocí a vuestro tío hace años, e incluso me batí en duelo en
varias ocasiones.
—¿No es ilícito batirse en duelo? —declaró James con
incredulidad.
—Lo hacíamos por el mero placer de combatir.
—¿Por qué luchar, si no hay un premio al que ostentar?
—Sí que lo había. El placer de cortejar a una dama lo
discutíamos con el florete.
Un sutil carraspeo atrajo la atención de ambos hombres.
—Milord, ¿no me va a presentar al apuesto caballero?
Una joven de cabellos rubios y generosos atributos le
regaló una amplia sonrisa.
—Mis disculpas, milady. —El marqués le besó el dorso de
la mano—. Le presento a la encantadora señorita Anette Rose Somerset.
James se tensó ante el descubrimiento. Era la hermana del
duque de Beaufort. Mantuvo la compostura y sonrió a la propicia oportunidad que
le brindaba la casualidad de la vida.
—James Shiedfild. Todo un placer, señorita Somerset. —Sin
dejar de contemplarla, James hizo una sutil reverencia—. ¿Su hermano no la
acompaña esta noche?
Tanto el marqués como la mujer, se sorprendieron.
—¿Lo conoce? —hipó, sorprendida.
—Bueno, podría decir que mi relación con Lord Somerset
es… tirante.
Ella ladeó el rostro con deferencia, pero no pareció
sorprenderse.
—Soy consciente del carácter altivo de mi hermano
—confesó con más gentileza de la esperada—. Por eso no está aquí. Odia las
comitivas tanto como las amo yo.
Complacido, le tendió la mano.
—Siempre estamos a tiempo de limar asperezas, milady —le susurró
de forma seductora—. ¿Me concedería este baile?
La mujer sonrió seducida por los encantos de James, asintió
en dirección al marqués y se retiraron a la pista de baile.
Mientras bailaban, la estudió con detenimiento. Anette
tenía un parecido asombroso con su hermano, pero su esencia era pura y se
alejaba mucho de la maldad de Henry. Seguro que desconocía las sucias
actividades de su hermano: esclavista, asesino y ladrón. La única diferencia
que había entre ellos era un título. Y algún día, James le demostraría que por
sus venas también corría sangre roja, no azul.
Cuando la música cesó, la expectación era máxima. Por fin
las hermanas Baker harían su entrada. Gran parte de la alta sociedad estaba
allí, la dote de la muchacha era alta y los jóvenes caballeros, inexpertos,
incitados por la codicia que suscitaba el dinero, intentarían cortejarla a
cualquier precio.
James esperó con quietud mientras Josefine bajaba la gran
escalinata, ataviada con un aparatoso vestido azul cobalto. Al verla se
compadeció de ella en silencio. Era una dulce niña inocente de cabellos dorados
y aspecto locuaz a punto de ser devorada por los tiburones de la sociedad.
Sin embargo, la curiosidad alcanzó su cenit cuando James
vio a la mujer que caminaba dos pasos por detrás de ella. Una belleza sublime y
exquisita; de cabello castaño y piel blanca como nieve. Llevaba un vestido
color burdeos, corte polonesa, confeccionado
con brocatel de sedas en colores cálidos que le resaltaban el carmesí natural
de los labios y le enmarcaban la figura como un guante.
—¿Quién es? —preguntó James, sin apartar los ojos de
ella. Estaba eclipsado con la belleza de la desconocida.
—Catherine Baker, la hermana mayor de Josefine Baker
—explicó Anette con apatía mientras James tragaba el nudo de la garganta—.
Rondando los veinte y soltera. Tendrá un amante, o un secreto muy oscuro.
—¿Es un delito amar sin ataduras, milady? —murmuró James
mordisqueando con disimulo la mano de Anette—. Puede llegar a ser muy
placentero...
La sugerente osadía hizo que el rubor subiera por las
mejillas de la mujer.
—Capitán, ya la he localizado —dijo Benjamin con
discreción a su espalda.
—Si me disculpa, madame, debo atender algunos quehaceres.
Con el dorso de la mano, James le acarició la mejilla.
—Me gustaría volver a verlo —musitó Anette con un brillo
resplandeciente en los ojos.
James se acercó a la muchacha y le susurró al oído:
—Antes de lo que se imagina, milady, estaré a las puertas
de su ventana… —Anette sonrió por la fingida elocuencia, ya que solo un amante
picaría a la ventana de una dama.
Con una solemne reverencia, James se retiró de la sala a
uno de los balcones donde podrían hablar con libertad, sin temor a ser
escuchados.
—He localizado a la señorita Baker, capitán.
—Y yo también… —declaró James sin dejar de mirarla a
través de las amplias puertas francesas—. ¿Tienes lo que te pedí?
—Sí. —Sacó un pequeño paquete de la casaca—. Semillas
molidas de amapola y verbena.
—Perfecto, tu objetivo es conseguir que la señorita Baker
coja la copa que contiene las semillas. ¿Podrás hacerlo?
Benjamin le lanzó una sonrisa pícara.
—Si no puedo emborrachar a una mujer, no soy digno de ser
pirata, capitán —declaró, orgulloso—. ¿Pero qué haremos cuando empiece a
marearse? Hay muchos ojos pendientes de ella.
Ambos miraron el gran salón atestado de gente.
—Pronto esos ojos estarán ebrios de vino y llenos de
aburrimiento —alegó James convencido de sus palabras—. Tú, encárgate del vino.
Yo, de la mujer.
—Será un placer, capitán.
Benjamin sonrió al igual que un niño a punto de cometer
una fechoría y desapareció entre los presentes.
Durante gran parte de la noche, James observó todos y
cada uno de los movimientos de Catherine. Benjamin consiguió darle la copa de
vino apropiada pero su trato con el alcohol era comedido, como si quisiera ser consciente
en todo momento.
Poco después, el ambiente viciado y el olor a vino dulce
provocaron una extraña reacción en cadena. Los caballeros la rodearon como hacen
las abejas con la miel, atraídos por su embriagadora esencia. No obstante,
entre baile y baile, James encontró la oportunidad perfecta para abordar a la
joven. Catherine aceptó un baile con el marqués de Milford Haven y entre
cambios de pareja, se la encontró entre los brazos.
Ella no se sorprendió, solo esbozó una dulce sonrisa que
le robó el aliento.
Se castigó a sí mismo por admirarla al igual que un
adolescente, siendo quién era: la hija de Edward Davis. Pero su deslumbrante
belleza iba más allá de cualquiera que hubiera conocido antes. Poseía unos
labios tan sugerentes, que James deseó morderlos. Llenos y rosados; dibujaban
una exquisita curva que amenazó a su cordura con la perversión. Incluso el
sutil perfume de su piel lo hipnotizó, y durante unos segundos, se sintió uno
más entre los pretendientes que la deseaban.
—Baila muy bien, milord —susurró ella.
—Le tomo la palabra, señorita Baker, dado que viene de
una bailarina consumada.
—¿Cómo sabe mi nombre? —le preguntó—. Nunca antes lo
había visto…
—Quizá no me recuerde.
Ella arrugó el ceño en una fingida afrenta, y luego
sonrió.
—¿Subestima mi memoria, milord?
La mezcla entre inocencia y picardía era desconcertante.
—Jamás cometería semejante error, milady —terció él.
—Entonces, aún a riesgo de sentirme ofendida, ¿me dirá su
nombre?
Aquella voz era una dulce melodía para los oídos. Una
trampa mortal. De hecho, James estuvo a punto de cometer un error y decirle su
verdadero nombre.
—Ya que no deseo ser uno más, milady... —dijo, y con un
movimiento de barbilla señaló a los pretendientes que la miraban al otro lado
del salón—. Prefiero dejar mi nombre en el misterio.
—Me gustan los misterios —alegó ella, al tiempo que
arrugaba la pequeña nariz haciendo un mohín—. Si soy sincera, es un alivio
saber que no desea ser como los demás.
James colocó la mejilla contra la de Catherine y la
complicidad del roce le erizó la piel.
—No, milady, —susurró de forma seductora—. Ostento mucho
más...
Una dulce risita le revoloteó a James en los oídos y se
le enganchó a los labios. Estaba fascinado con ella. Catherine era como el vino
caliente, entumecía el cuerpo y desinhibía la mente.
—Dado que no me dirá su nombre, ¿puedo especular?
—Sorpréndame, por favor.
James la hizo girar en pleno baile y el vestido dibujó un
sublime haz de color carmesí, que eclipsó a todo el salón. Al volver a
entrelazar sus manos, ella rio y sin saber por qué, su corazón dio un vuelco.
Catherine lo examinó con detenimiento y el pulso de James
se aceleró, como jamás lo había hecho. Le rebotó dentro del pecho para robarle
el aire por sorpresa.
—Por la profunda cadencia de su voz —comenzó—, adivino
que tiene raíces españolas.
James ladeó el rostro. Además de hermosa, inteligente,
pensó.
—Siga, señorita Baker, va por buen camino.
—Por sus ropas, adivino que no es de la ciudad.
Al oír la observación, alzó una ceja.
—¿No voy apropiadamente vestido para la ocasión?
—Al contrario, adoro las sedas y su tacto... y sé
apreciar el buen gusto de un hombre por las telas. —Deslizó un dedo por el cravat
de James, tentándolo, y luego recuperó la compostura y lo retiró—. Pero ahora
en la ciudad, todos los hombres prefieren llevar lino en vez de seda.
—No deja de sorprenderme. Continúe, milady.
Los penetrantes ojos negros de la mujer le atravesaron el
cuerpo hasta llegar a la parte más oscura y James temió que alcanzara sus
secretos mejor guardados.
—Por el tono dorado de su piel, diría que ha pasado mucho
tiempo en el mar —prosiguió ella y él pudo respirar.
—Digamos, que pertenezco al mar —contestó y Catherine
arrugó el ceño.
—¿Pertenece a la Armada Real?
—No, milady, a pesar de amar la contienda igual o más que
un soldado.
—Deme una pista, milord —suplicó, divertida.
—Especule, milady —la instó con malicia y ella le regaló otra
sonrisa encantadora.
—Si pertenece al mar... ¿Es un pescador? —James negó con
un gesto de cabeza—. ¿Un trotamundos? —Él volvió a negar y la incitó a ir más
allá en aquel juego—. ¿Un desertor de la armada? —James alzó una ceja y negó—.
¿Un temible corsario del mismísimo rey...?
Sin poder evitarlo, James sonrió y la atrajo hacia él. Se
miraron y ella entreabrió los labios, inconsciente.
—¿Teme a los piratas, señorita Baker?
—Nunca he visto a ninguno…—dijo casi sin aliento—. ¿Debería temerlos?
—Si acepta el consejo de un desconocido —le susurró James
al oído—, sí, debería temerlos.
****
James, asomado por estribor, contemplaba la superficie
del mar rememorando lo ocurrido esa misma noche. Recordando a la extraña mujer
de ojos negros que lo había puesto a prueba en todos los sentidos y le había
obligado a usar todas sus armas de seducción para persuadirla y atraerla.
Desde el primer momento que la vio, supo que no sería una
presa fácil. Catherine era tan comedida con los hombres, como con la bebida,
hasta el punto de hacerle dudar de la fiabilidad de su estrategia. Era una
Davis, sin duda. Pero la libertad estaba
en juego y nada le impidió jugar sucio.
Estaba acostumbrado a tratar con mujeres, pero no como
ella. Catherine era más desconfiada e inteligente que cualquier otra. Y jugó a
su antojo con él hasta que el potente somnífero hizo efecto. Por suerte,
llegado ese punto de la noche, el vino ya corría por la sangre de los
asistentes como el veneno de una serpiente y le brindó la oportunidad perfecta
para perderse entre el gentío y desaparecer.
Craso error, milady. ¿No le advertí que no debía confiar
en un pirata?
Escuchó un ruido, y James ladeó la cabeza para mirar de
soslayo a Benjamin. Medio dormido y con el efecto del poco sueño marcado bajo
los ojos.
—¿Capitán, cuándo partiremos?
—A mediodía —contestó sin dejar de mirar el mar—. ¿Ya se
ha despertado?
—¿La mujer? No, sigue dormida, igual que un lirón. —Benjamin
se rascó la coronilla, pensativo—. Creo que la dosis era demasiado alta…
—¿Y ahora te das cuenta? —lo increpó.
—¿Qué iba a decirle a la curandera que me lo vendió?
Discúlpeme señora, prepáreme una dosis que pueda tumbar a una mujer de
cincuenta kilos. No deseo matarla, madame, solo pretendo secuestrarla…
—pronunció de forma teatral.
James resopló en un fallido intento de contener la risa.
—Déjalo, Ben. —Hizo un gesto de indiferencia con la
mano—. Ya despertará, pero no dejes de vigilarla.
—Charlie ha montado guardia en su puerta. En cuanto
despierte, lo sabremos.
—Perfecto, en dos horas reúne a la tripulación en
cubierta.
—De acuerdo, capitán.
Benjamin permaneció unos segundos en silencio, algo
extraño conociéndolo bien. Estaba inquieto.
—¿Qué ocurre? Conozco esa cara de cordero degollado. —Benjamin
se debatió consigo mismo durante unos instantes mientras se refregaba la
panza—. ¿Y? —lo instó James, impaciente.
—No quería alertarlo hasta estar seguro pero, han visto
una patrulla de casacas rojas en la taberna de Barry el cojo…
—¿Y ahora lo dices? —Soltó un improperio—. ¡Tendrías que
habérmelo dicho al momento!
—¿Cree que buscaban a la dama, capitán? —preguntó Ben—.
Quizá alguien nos vio...
—¡Eso es imposible! —espetó él.
—Capitán, es una mujer hermosa, de familia noble y con
una buena dote. Dudo que su familia tarde en comenzar a buscarla.
Esa posibilidad era más viable, pensó. Pero James sabía
muy bien a quién buscaban, y no era a la señorita Baker.
—Cambio de planes; reúne a toda la tripulación en
cubierta —ordenó sin miramientos—. ¡Ahora!
—Aún no ha amanecido, capitán.
—Me da igual. ¡Despiértalos!
Benjamin alzó ambas manos en señal de rendición y bajó a
la bodega principal.
Justo cuando la cálida luz del sol se alzaba sobre la
línea del mar, los marineros comenzaron a ocupar sus puestos en cubierta. James
paseó la mirada por los rostros conocidos y desconocidos de la tripulación,
antes de hablar:
—Caballeros, os he reunido aquí para hablaros de lo que
ocurrirá cuando zarpemos. No quiero alcanzar alta mar, sin que sepáis a lo que
os exponéis en este largo viaje. —Todos lo miraban con el respeto digno de un
Robert—. Después de cien años, hemos encontrado la llave que nos abrirá las
puertas del Tesoro de Lima. Para muchos es inalcanzable, pero no para mí, ni
para los que partirán en este barco. El capitán Edward Davis lo escondió en un
lugar hechizado por magias oscuras, un lugar lleno de sombras… —Muchos se
inquietaron—. Debéis saber que conseguirlo no va a ser fácil, el camino será
largo, duro y peligroso. Nos expondremos a los peores males del mar; desde las
pavorosas mareas heladas del sur, hasta las terribles tormentas del océano Atlántico.
Y en ese lapso, quizá nos deleitemos con los ensordecedores cánticos de las
sirenas. O suframos el terrible azote del mismísimo Kraken, maldecido por Zeus
a vagar por los mares en busca del sustento de las inocentes almas de marineros
perdidos. ¡Pero nada nos podrá detener! La única ruta posible a la isla nos
llevará a un infierno, pero tras la oscuridad, hallaremos la gloria dorada del
botín de Lima. —James hizo una pausa dramática—. Y ahora os pregunto: ¿Qué
valientes se atreven a embarcarse en este viaje?
Alexander fue el primero en dar un paso al frente y
quitarse el sombrero. Entre el miedo y la expectación, los marineros comenzaron
a alzar las manos, y a descubrir sus cabezas en señal de respeto y fidelidad.
Ninguno cedió ante los impulsos de abandonar el barco. Si morían, lo harían con
orgullo en el mar.
—He puesto a prueba vuestra fortaleza y no me habéis
defraudado. —Cogiendo una botella de ron y una biblia, James se acercó a sus
hombres—. Pero aún no hemos terminado. Ahora me demostraréis vuestra lealtad.
—Los hombres asintieron sin moverse de sus sitios.
James se recostó sobre el timón y dejó que su
contramaestre orquestara la segunda parte del ritual de navegación. Ninguna
nave y ningún capitán debían partir sin establecer las normas de a bordo. Ya
que sin un juramento de lealtad, un viaje en alta mar podría suponer el fin de
muchas vidas.
Y un suculento manjar para los tiburones.
—Este barco, al igual que el Royal Rover, se regirá por las leyes de piratería del “Chartie Partie” escritas hace más de
cincuenta años por el mismísimo Bartholomew Roberts. Leeré todas y cada una de
ellas, si alguno no está dispuesto a cumplirlas, aún es libre de abandonar el barco.
Pero una vez consentidas, se acatarán al pie de la letra tanto las compensaciones,
como las sanciones.
Llegado ese punto, el sol ya iluminaba toda la cubierta y
despertaba sus adormecidos cuerpos.
Benjamin abrió el pergamino y comenzó a citar las leyes:
I. «Todo hombre a bordo será poseedor de un voto;
tendrá derecho a provisiones frescas y licores, y si lo desea, puede usarlos a
voluntad, salvo en periodos de escasez en los que se requiera una disposición
distinta del racionamiento».
II. «El botín se repartirá de forma equitativa según el
cargo que ostente y el puesto en la lista. Si alguien defrauda o engaña, el
castigo será el abandono en una isla desierta con un mosquetón. Si un hombre
roba a otro y se demuestra su fechoría perderá la oreja o la nariz».
III. «Están prohibidos los juegos de azar a bordo del
barco a cambio de dinero u objetos de valor».
IV. «Todas las luces se apagarán a las ocho en punto de
la noche: si algún miembro de la tripulación desea seguir despierto, tendrá que
hacerlo en cubierta, sin luz».
V. «Todos los marineros deberán mantener la pistola y
sable limpios, aptos para el combate».
VI. «No serán permitidos niños a bordo».
VII. «Abandonar el navío o quedarse rezagado durante una
batalla se castigará con la muerte o el abandono en una isla desierta».
VIII. «No están permitidas las peleas a bordo. Tras el
látigo, se pondrá fin a cualquier disputa en la costa, sobre tierra firme. Se
enfrentarán a espada o pistola, bajo la supervisión de la intendencia. Si tras
disparar, ninguno acierta, se batirán con las espadas, y se declarará vencedor
al que consiga la primera sangre del rival».
IX. «Ningún hombre puede abandonar esta forma de vida
hasta que haya compartido mil libras en el fondo común».
X. «El capitán y el intendente recibirán dos partes de
cada botín; el maestre, contramaestre y el artillero una parte y media; y el
resto de oficiales y marineros parte y cuarta».
XI. «Los músicos dispondrán del sábado como día de
descanso».
El primero en darse cuenta del error fue Alexander que lanzó una mirada
contrariada a James. Sabía tan bien como él la ley que había omitido. El Chartie Partie no hacía mención alguna
sobre las mujeres a bordo.
Una vez citado el código, Benjamin cogió la biblia y la botella de ron.
El oficial de artillería puso la mano sobre la biblia y recitó:
—Yo, Christian Della Rovere, como pirata del Dear Liberty zarparé con este barco y bajo estas leyes,
sometiéndome a su dictamen y a la severidad de sus castigos. Doy mi conformidad
y mi palabra, asumiendo la premisa de no quebrantar jamás la ley impuesta, y
aceptar la fuerza que ejerza sobre mí. —Los penetrantes ojos marinos del
oficial lo miraron—. Capitán James William Roberts, daré mi vida y mi espada a
cambio de la gloria y la fortuna de navegar bajo esta bandera. ¡Por el capitán!
—¡Por el capitán! —bramaron todos.
Dicho esto, Chris bebió un gran sorbo de ron de la botella y selló el trato
con la señal de la cruz.
Alexander, molesto con él, se retiró con discreción al interior.
Ignorando su conflicto interior, James se mantuvo firme hasta que todos sus
hombres consintieron el Chartie Partie.
Ahora estaban listos para partir. El viaje iba a ser largo y duro pero el
resplandeciente oro del tesoro de Lima iluminaría el camino a la gloriosa
libertad que todos merecían.
—Expoliaremos la tierra que nos exilió, surcaremos el mar hasta alcanzar la
gloria. Y tras nuestros pasos, hallaremos la libertad que un día el cielo nos
negó... —Citaron al unísono con el orgullo pendiendo en cada palabra—. Somos la
arena en el viento de regreso al mar que siempre nos amparó.
—Bienvenidos a bordo, camaradas —declaró James al tiempo
que se alzaban en una sonora ovación—. ¡Ocupen sus puestos! ¡Corten amarras!
¡Todos listos para zarpar!
****
En pocas horas perdieron de vista la costa, y al caer la
tarde ya navegaban en alta mar. La brisa del océano y el movimiento de las olas
templaron los ánimos de James. Dos meses fuera del mar era demasiado tiempo
para un hombre que había nacido en él. Tanto sus glorias como sus pérdidas,
florecerían y morirían en aquellas aguas, y sabía que algún día volvería al mar
que un día lo vio nacer.
—¿Vas a contármelo? —preguntó Alexander.
James permaneció impasible, con la mirada sobre las
líneas del mar.
—Vira 5º a poniente. —Eludió de forma deliberada.
—Primero, quiero saber adónde nos dirigimos. —Alexander
le mostró la carta con el sello roto del duque de Beaufort—. ¿Es cierto que
desembarcaremos en Santa Helena?
—He ahí el destino al cual nos dirigimos —convino él, con
una calma exasperante—. Ahora haz lo que te he ordenado.
—¡No! Esa no es suficiente respuesta —refutó—. Cuéntame qué
está pasando a bordo de este barco.
Con el semblante altivo, se giró y lo miró.
—Soy tu capitán, y no debería dar explicaciones de las
decisiones que tomo en mi barco.
—Como capitán no me debes ninguna explicación… pero como
amigo, sí.
James resopló.
—¿Qué quieres que te cuente? ¿Lo que quieres oír, o lo
que ocurre en realidad?
—Todo.
Con un gesto adusto, James se mesó el cabello. El peso de
los secretos era demasiado para cargarlo solo. Debía confiárselo a un aliado, y
Alex siempre había sido un buen confidente.
—Como seguro que ya sabrás, hice un trato a cambio de mi
libertad. No quería terminar ahorcado en medio de una plaza en Londres
—resolvió James, convencido de sus palabras—. Y a cambio de mi libertad me
comprometí a encontrar el legendario Tesoro de Lima.
Alexander chasqueó la lengua al oírlo.
—Sabes tan bien como yo que este viaje es el comienzo del
camino a lo imposible.
—Puede ser, pero cuento con ciertas ventajas que harán de
lo imposible, algo real.
La atención de Alex cobró vida.
—¿A qué te refieres? —indagó, lleno de curiosidad.
—La errática del camino tiene muchas vertientes. El mismo
hombre que me liberó me mostró el primer paso del camino al tesoro. Me dio la
llave para escoger la senda adecuada.
—¿Cómo sabes que no te engañó?
—¿Crees que el Somerset me concedería la libertad y me
proporcionaría un barco si no quisiera algo a cambio? ¿Que arriesgaría su
posición a cambio del humo de una leyenda?
—Quiere lo que todo hombre vanidoso desea: oro, joyas y
poder.
—No. Solo quiere una cosa de la cueva y nada tiene que
ver con las riquezas. El oro es nuestra recompensa tras obtener el objeto. —Los
ojos de Alexander centellearon y adquirieron un intenso tono ámbar—. Desea un
cofre no más grande que la palma de un hombre... —murmuró.
—¿Solo eso? —espetó—. Debe tener mucho valor para renunciar
a semejante botín.
—De ahí subyace toda mi curiosidad —confesó James—. El
duque ha sacrificado demasiado a cambio de lo que parece muy poco ante los ojos
de un hombre cualquiera.
—Pero no a los tuyos —continuó Alexander.
—Pero no a los míos... —repitió—. Por eso debemos
averiguar de qué se trata.
Ambos se quedaron en silencio, meditando las
consecuencias que acarrearía aquel viaje. Algo se les escapaba de las manos.
Algo que iba más allá de su entendimiento y cien pasos por delante de una
posible traición.
Alexander metió la mano en el bolsillo de su casaca y extendió
una cinta color burdeos.
—¿Hay algo más que debas contarme? —El viento hizo ondear
la prenda de seda, y al reconocerla, James se tensó.
La mujer.
—Sé lo que estoy haciendo —alegó con una vehemencia
inquietante pintada de advertencia.
—Te equivocas. Estás cometiendo un error. —Los acusadores
ojos de Alexander lo quemaron por dentro, y los viejos recuerdos lo asaltaron.
—Deja de cuestionar mis decisiones —inquirió.
—¡No las cuestiono! Intento descubrir por qué has
cometido mi error… —La voz de Alexander se ahogó en una agonía interna que
pocos conocían.
—Esto no tiene nada que ver con ella —James contuvo la
respiración cuando un lacerante y conocido dolor lo sacudió—. Ella no es
Melisa.
Ella jamás volverá, se dijo.
Pero a pesar del transcurso del tiempo, James continuaba
esperándola.
Alexander maldijo por lo bajo.
—Entonces, explícame por qué hay una mujer a bordo.
James sopesó con detenimiento la respuesta antes de
hablar:
—¿Recuerdas que he hablado de una llave? —Alex asintió—.
Pues ella, es la llave.
—¿A qué te refieres? ¿Una mujer?
Asintió taciturno y se asomó por la amura de estribor,
con la mirada fija en el mar, sin poder ver nada.
—¿Aún recuerdas las historias que contaba Ronald Chandler?
—dijo James, recordando al antiguo oficial—. ¿Las que hablaban de una mujer llamada Margaret Kyteler?
—¿La bruja de los vientos?
—Sí. Pues las
historias que contaba, al parecer, eran ciertas; pero lo que no sabíamos era
que su hija, Dorothy Kyteler, conquistó al mismísimo capitán Davis. —Alex
arrugó el ceño en una mueca indescriptible—. Pero su idílico y desconocido amor
pereció con el nacimiento de su única hija. Al dar a luz, alguien se la
arrebató y Dorothy pasó el resto de su vida buscándola —explicó—. Tras darse
por vencida, culpó a Davis por su pérdida y se vengó, sepultando bajo un
terrible hechizo el mayor botín del capitán: El tesoro de Lima.
Alexander dejó escapar todo el aire de los pulmones en
una única exhalación al comprender la magnitud del descubrimiento.
—¿Ella es la hija de Edward Davis?
—En efecto —le confirmó—. Y es la llave del tesoro.
—¡Maldita sea, James! —exclamó—. No solo hay una mujer a
bordo, sino que es la hija del mayor bastardo que haya conocido jamás.
—Yo no escogí las condiciones de la liberación.
Simplemente no quería terminar mis días con una soga al cuello.
—Ni yo, ni nadie de esta tripulación querría eso —aclaró—.
Solo espero que seas consciente de la situación, James. Porque ahora dependemos
de una Davis.
Alzaron la mirada al oír el cambio de guardia y James giró
de nuevo el reloj de arena.
—Es sencillo, Alex; conseguimos el mapa, encontramos el
tesoro y fin del asunto.
—¿Cómo estás tan seguro de su colaboración?
—Lo hará... —murmuró con voz sombría—. Yo me encargaré de
ello.
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