jueves, 9 de junio de 2016

LA ROSA DE LOS VIENTOS *PRIMER CAPÍTULO*



1
La indómita libertad


Gran Bretaña, 15 septiembre 1756.

James sintió cómo todo su cuerpo se derrumbaba bajo la presión de los guardias. Lo arrodillaron y le obligaron a bajar la cabeza. Una oleada de impotencia lo consumió por dentro y apretó los puños con rabia. Los ceñidos grilletes que le apresaban los tobillos y las manos, le provocaron un hormigueo en las palmas de las manos por la falta de sangre.
Alzó la mirada para comprobar que estaba en la opulenta sala de un palacio en Gales. Había sido capturado por un galeón inglés a traición, y desprendido de todas sus pertenencias, incluido su precioso barco: el Royal Rover.
—Capitán James William Roberts, me alegra volver a verlo —dijo el recién llegado mientras sus pasos retumbaban sobre el mármol del suelo.
 Al reconocer el timbre de voz, James se tensionó y le chirrió hasta la mandíbula.
El duque de Beaufort; Henry Somerset.
—Debí imaginarlo. —Bufó—. Solo un cobarde a traición me atraparía...
—¡Cierto! Jugué con mis peores bazas —confesó, deteniéndose frente a él—. Pero aquí está, a mi merced, y encadenado como un perro. —Una carcajada triunfal le rebotó en los oídos—. No pretendería salir airoso después de hundir dos galeones ingleses, asaltado más de ochenta buques y robado al mismísimo rey, ¿verdad?
—Púdrete, Somerset.
Escupió al suelo y desvió la mirada.
—Tengo curiosidad. ¿Por qué los hundió? Dentro de esos barcos había suficiente oro como para desaparecer de la faz de la tierra.
—Por el mero placer de molestar —contestó y una vara le golpeó en la cara.
James rio.
—Necesitará más que una fusta para doblegarme...
No terminó de hablar cuando una patada en las costillas le robó el aire de los pulmones.
—No, escoria indigna. Pero debo conservar su rostro impoluto.
James fulminó al duque con la mirada.
—¿Eso es todo? —balbuceó, petulante. 
—No me tiente, capitán —le advirtió y su voz siseó amenazante—. Gracias a sus proezas como pirata, podría entregarle su cabeza al rey hoy mismo. ¡Nada menos después de todas las fechorías!
—¿Y qué le impide hacerlo? —inquirió él—. Dejémonos de rodeos... ¿Qué quiere?
James lo instó a dejar las pomposas formalidades a un lado y hablar con propiedad.
—¿Cómo sabe que deseo algo?
—Si me quisiera muerto, ya me habría entregado al rey. —El duque retiró la mirada, evidenciando todas las sospechas—. Solo lo repetiré una vez más, ¿qué quiere?
—Es más inteligente y suspicaz de lo que me imaginaba —declaró—. Quiero hacer un trato.
James rio de nuevo.
—No.
Somerset hizo un gesto con la mano y los guardias lo alzaron, provocándole una punzada de dolor que le hizo gruñir. Su estancia en el calabozo había sido de todo menos grata y tenía el cuerpo lleno de golpes, cortes y cardenales.
—Dada su situación, capitán, no está en posición de rechazar una oferta como la mía. No cuando se encuentra tan cerca de pender de una soga.
—Qué ingenuo es al pensar que me da miedo la muerte...
El duque bufó y se recolocó la empolvada peluca.
—Quizá no le dé miedo la muerte, pero sí aprecia su vida —convino más sombrío—. Y la de sus hombres... —James lo fulminó con la mirada—. Haga un pacto conmigo y recuperará sus bienes más preciados.
—¿Acaso tengo otra opción?
—Sí, capitán. Tiene dos opciones; hacer un pacto conmigo y obtener grandes beneficios, o rechazarlo y aceptar una muerte larga y dolorosa en manos del verdugo del rey. No obstante, un hombre inteligente abogaría por la primera sin pestañear siquiera. —Sus miradas se toparon antes de continuar—. Le estoy ofreciendo la oportunidad de burlar a la muerte.
—Negociando con el diablo… —añadió James.
—Llámelo como quiera. Pero si se niega, irá directo a verlo. —La voz de Somerset jugaba mordazmente con la ironía—.Y créame cuando le digo que ya está esperándole en el infierno.
James permaneció en silencio, sumido en sus cavilaciones. Estaba a punto de pactar su sentencia de muerte y era muy consciente de las consecuencias que sufriría. Pero si accedía tendría una opción de escapar y postergar el peor de los desenlaces.
La horca.
—Hábleme del trato —accedió al fin.
—¡Magnífico! Ya veo que además de una gran bocaza, tiene instinto de supervivencia. —James se mordió la lengua para no enviarlo al infierno y echarlo todo a perder—. ¿Ha oído hablar del Tesoro de Lima?
La pregunta lo puso en guardia. Pocos conocían la historia real de ese erario escondido.
—El tesoro de la isla de Coco tan solo es una leyenda —eludió, a sabiendas de la verdad—. Nadie lo ha encontrado jamás.
—Que nadie lo haya encontrado, no significa que no exista. Sabe tan bien como yo de su existencia. El problema es que nadie sabe por dónde comenzar a buscar.
—Por la satisfacción del tono de su voz adivino que ya sabe por dónde empezar, ¿me equivoco?
El duque asintió con pedantería.
—Después de años de búsqueda poseo la llave para llegar hasta él. Pero necesito la astucia de un lobo de mar. —Un dedo inquisitivo lo señaló—. Ayúdeme a encontrarlo y le devolveré sus privilegios.
—Ya sabe qué quiero a cambio.
El duque alzó una ceja ante el arrojo.
—¿Cree que está en condiciones de negociar?
—Sí —espetó James, tajante—. Si aún estoy vivo, es porque soy el único que puede hacerlo.
El duque estaba tan interesado como él en conseguir su objetivo, y negociar los términos de una liberación era lo mínimo que podía hacer. Somerset abrió el baúl de plata situado en el gran escritorio de roble que los separaba y extendió un pergamino frente a él.
—He aquí su libertad —dijo.
A medida que James leía su expresión se desencajaba. Ante él tenía la enmienda que siempre había ansiado. La declaración expresa de un privilegio inaudito para un pirata.
—Es una carta de corso refrendada por el mismísimo rey al que un día juró lealtad —dijo Somerset antes de volver a guardarla con pulcritud—. Cuando me entregue lo que deseo, será suya.
El sonido hueco de la tapa del baúl al cerrarse devolvió a James a la realidad.
—Aún no he terminado —refutó y Somerset se irguió, molesto—. Quiero la absolución de todos mis delitos.
Las influencias del duque le reportarían grandes beneficios a la negociación. La ambición de aquel hombre no tenía límite, ni precio. La traición y la manipulación eran un juego para él, y era evidente que posicionarse junto al caballo ganador, cuando el país estaba en plena guerra, era una proeza digna de un hombre astuto.
O quizá de un imprudente...
Mientras Prusia se dividía entre los Hohenzollern y el sacro imperio Germánico de los Habsburgo, sus aliados y enemigos confabulaban a favor del mejor postulante para ganar una guerra que duraría años.
Mientras los países se dividían y los intereses comerciales se desvanecían, hombres como Somerset buscaban un lugar privilegiado junto al mejor postor. Una posición adyacente al poder y a la influencia que le otorgaría una gran potestad sobre las Indias tras la posible constitución de un imperio colonial.
—Tendrá su indulto real —consintió a regañadientes— ¿Ya ha terminado?
—No. —Somerset se crispó aún más, para la enorme satisfacción de James—. Si quiere que lo haga será bajo mis propias normas, con mi tripulación y con mi barco.
—¡Ni hablar! El barco es mío. Necesito una garantía de su lealtad. Pero le proporcionaré un barco nuevo y la libertad de elegir a su propia tripulación.
—¿Tiene miedo a la traición?
—No me fío de ningún pirata. ¡Y menos con el apellido Roberts! —exclamó y lo miró—. Pero debe saber que si falla o me traiciona, su barco terminará hundido en medio del océano Atlántico...
El timbre de la voz del duque reafirmó la amenaza; si fallaba, el único legado de James se hundiría en las profundidades del mar, junto a los únicos recuerdos buenos que poseía de él: Bartholomew Roberts. Uno de los piratas más temidos del océano Atlántico. Un diestro lobo de mar que logró desestabilizar a la mismísima armada británica y declarar la guerra a los gobernadores de las islas de la Martinica y Barbados.
Todo un caballero y pirata; era elegante, autoritario, clemente y osado. Un hombre ejemplar que hizo historia. Pero James no era como él. El tiempo y las circunstancias se habían encargado de enterrar cualquier reminiscencia para convertirlo en un hombre carente de alma, despiadado y mordaz.
Sin embargo, aún conservaba algo bueno. Lo único que lo mantenía con ambos pies sobre la tierra, lejos de las llamas del abismo.
La modestia de ser un hombre de palabra.
Sin corazón, pero vivo.
Sin alma, pero con honor.
—¿Cómo podré encontrar el Tesoro de Lima? —preguntó James, exiliando los recuerdos de su difunto padre.
—¿Ha oído las historias sobre Margaret Kyteler?
James arrugó el ceño al oír el nombre.
—¿La bruja?
Somerset asintió.
—Margaret Kyteler, fue una de las brujas más antiguas y conocidas de Irlanda y del mundo. Se decía que era bonita, sofisticada y con una maravillosa capacidad de manipulación. Una mujer con suficiente poder como para asustar al mismísimo rey de Inglaterra —explicó—. Fue acusada de brujería en 1311, pero antes de cumplir su sentencia de muerte escapó del país y no se volvió a saber de ella.
—He escuchado sus historias. Pero ¿qué nexo la une con el tesoro?
—Como ya sabrá, el botín fue escondido por el pirata y capitán Edward Davis. —Al escuchar aquel nombre, James se llenó de repugnancia—. Escondió en la isla de Coco setecientos lingotes de oro, veinte barriles llenos de doblones de oro, y más de cien toneladas de reales de plata españoles. Una fortuna. Pero la parte más importante es que Dorothy Kyteler, nieta de Margaret Kyteler fue la que sepultó el Tesoro de Lima —reveló—. En un lugar, muy distinto, al que todos conocemos...
—No tiene sentido —inquirió él—. ¿Por qué motivo lo haría?
 —Por venganza, desesperación… ¡Quién sabe! Lo que sí sé es que hechizó la isla para esconderlo de los ojos indignos. Personas sin ningún lazo de consanguinidad con un Davis.
La tensión sobrecogió a James al recordar al viejo capitán. La simple mención de su nombre revivía oleadas de recuerdos llenos de furia y dolor. De la venganza pendiente. Y si su estirpe era la llave del tesoro, eso significaba solo una cosa.
 —Hay un descendiente de Davis vivo... —Las palabras le brotaron de los labios en un tono despiadado. Y aun cuando esperaba estar equivocado, le hirvió la sangre.
—Una descendiente —se apresuró a corregirlo—. Hemos pasado años buscando el camino que no llevaría tesoro, sin darnos cuenta de que el mapa; era una mujer. Hija de una de las muchas amantes de Edward Davis.
—Dorothy Kyteler —adivinó, al hilar ambas historias y encajar las piezas de aquel tétrico rompecabezas.
—¡Sobresaliente, capitán! —exclamó Somerset, satisfecho, antes de colocar ambos pies sobre la mesa. —Por lo que sabemos, Dorothy tuvo un idílico romance con el capitán Davis y de su unión nació una preciosa niña llamada Catherine Davis Kyteler. —James no salía de su asombro—. Pero la felicidad duró poco ya que después de nacer desapareció en manos de un desconocido, y hasta el día de hoy no se ha sabido nada. La buscó durante toda su vida y antes de su muerte, consumida por la pena y la rabia, sepultó el tesoro de Davis bajo un hechizo y lo culpó por su pérdida. —Se encogió de hombros—. Eso cuenta una de las cientos y cientos de historias sobre ella.
—Pero según esta, adivino que el tesoro es la recompensa para el hombre que le devuelva a su hija, ¿no es así?
—Esa es la hipótesis más viable, aunque nadie se puede fiar de las leyendas contadas por piratas. Según la dirección que tome el viento varían y se tergiversan en los labios del narrador. Lo único seguro es que ella es la llave —recalcó con fervor.
—¿Cómo sabe que la mujer me llevará hasta él?
La mirada del duque se oscureció y heló el aire en torno a ellos.
—Lo hará, o morirá —declaró con una frialdad sobrecogedora—. Ese será parte de su trabajo, capitán. Estoy seguro que persuadir a una dama no te resultará difícil… Y mucho menos si es joven y hermosa. —Ladeó el rostro de forma presuntuosa—. ¿Acepta?
Una media sonrisa se perfiló en los labios de James.
—Lo haré —accedió con arrogancia y una despiadada venganza personal pintada en los ojos—. Tengo demasiado que perder y aún más que ganar.
El duque chasqueó los dedos y los hombres liberaron a James de los grilletes.
—Tengo otra pregunta... —Se frotó las muñecas doloridas con una mueca dentada en el rostro.
—Adelante.
—¿Cómo se supone que voy a traer a un puerto inglés setecientos lingotes de oro, veinte barriles llenos de doblones de oro y más de cien toneladas de reales de plata españoles?
—¡Quédeselos! Escóndalos por el mundo o desperdícielo en bebida y mujeres. No los quiero. El oro, la plata y las joyas no me importan —dijo—. Será su recompensa si logra llegar a la isla.
—Entonces, ¿qué es lo que quiere?
La comisura de los afilados labios del duque se curvó.
—En la isla hay algo que es mío. Lo encontrará en la cueva, dentro de un cofre de oro con epigrafías en una lengua antigua —explicó—. Un joyero no más grande que la mano de un hombre. —Abrió una palma como si pudiera verlo—. Tráigamelo, y le devolveré su barco y le brindaré los privilegios de un rey en el mar.
Si las únicas opciones viables de James eran encontrar el tesoro de Lima o morir, moriría luchando en alta mar.
—¿Dónde puedo encontrar a la mujer?
El duque rebuscó en su escritorio y le entregó un sobre lacrado. Lo abrió y revisó la tarjeta con ávido interés. Estaba escrita con una sofisticada letra dorada, sobre papel perfumado color marfil. Era una invitación expresa de la familia Baker a uno de los excéntricos bailes de las altas esferas de Gales.
—Catherine Eloane Baker. La hija adoptada del aristócrata Thomas Baker. —Se detuvo, petulante—. Aunque ella no lo sabe aún... En dos días, su hermana Josefine, celebrará su presentación en sociedad y será la oportunidad perfecta para que entre en acción —explicó—. Use la elegancia que le legó su padre para conseguir el mapa a la libertad.
—¿Cómo podré reconocerla entre los invitados?
—Catherine brilla con luz propia; es bonita, sofisticada y con una maravillosa capacidad de manipulación. —Se detuvo para rascarse la barbilla—. Creo que eso último, lo heredó de su padre. —El duque, inmerso en sus cavilaciones, volvió a ladear la cabeza antes de hablar—, La reconocerá por su extraordinaria belleza y por tener los ojos más oscuros que jamás haya visto. Una mujer magnífica e irresistible, pero inalcanzable para todo hombre.
—Todo un reto. —James esbozó una suspicaz sonrisa cargada de perversidad— ¿Algo más que deba saber?
—No, capitán. Disfrute del viaje. Su barco le espera en el puerto de Aberystwyth.

****

La noche ya caía sobre la ciudad cuando James alcanzó la taberna de Barry el cojo. Las calles estaban tan oscuras como la cueva de un lobo, y el espeso olor a putrefacción le inundó la nariz. Entró a la cantina y escrutó a todos los presentes, tratando de localizar al único hombre que necesitaba; Benjamin Ludwig.
No tardó mucho en reconocer la demacrada y ebria imagen de su contramaestre. Bebía y cantaba como una cuba, sentado en una de las mesas del rincón. Tenía la nariz y las orejas rojas a causa del exceso de alcohol y ojeras por la falta de sueño, pero no soltaba la jarra de whisky añejo.
No era muy alto, superaba la cuarentena y le faltaban algunos dientes. Pero era el hombre más fiel de la tripulación. Durante años sirvió a su padre, Bartholomew Roberts, y con el tiempo a él, con la misma honorabilidad.
—Deberías dejar de beber, Benjamin.
El contramaestre abrió los ojos somnolientos, y sorprendido, desvió la mirada del rostro de James a su jarra. Confundido, lo hizo varias veces antes de hablar:
—Por todos los santos… ¿Es un fantasma?
Suspirando, James le apartó el whisky.
—No. Aún no puedes ver a los muertos —le confirmó—. Te quedan muchos años de vida para eso. Soy de carne y hueso.
—¡Está vivo! Pero… ¿Cómo? ¿Hizo un pacto con el diablo como hizo Barbanegra?
—Algo parecido, hice un trato con el duque de Beaufort.
—¡Bastardo canalla y cobarde! Sabandija…
—Shiiisssst. —James miró a su alrededor para comprobar que nadie los escuchaba—. Hice un trato a cambio de mi libertad.
—¿Y el trato incluía alguna cláusula de tortura? —espetó irónico, mirándolo de los pies a la cabeza—. ¿Qué le ha pasado, capitán?
—Mi cautiverio no fue precisamente una estancia placentera. —Se encogió de hombros; al menos ahora era libre—. Pero eso no es lo importante. ¡Céntrate, Ben!
—Debería curarse esas heridas —insistió con voz gangosa.
—Lo haré. Pero necesito que reúnas a la tripulación.
Benjamin negó con la cabeza.
—Muchos ya se han ido, otros tantos murieron en la emboscada del cerdo de Somerset, y los pocos que quedan están borrachos.
Al oírlo, James arqueó una ceja con incredulidad y Benjamin se irguió.
—Sí, tal y como estoy yo; felizmente borracho.
—Pues despéjate y consigue una tripulación para mañana al amanecer. —Le ordenó.
— Capitán, ¿para qué quiere una tripulación si no tenemos un barco?
—Hay un navío listo para zarpar amarrado en el puerto de Aberystwyth.
Al oírlo, Ben dio un brinco y volcó su jarra.
—¡Tenía que haber empezado por ahí! —exclamó—. ¿Ha recuperado el Royal Rover?
—No. Mi barco sigue en manos del duque hasta que cumpla con mi parte del trato.
Benjamin golpeó la mesa y maldijo de nuevo.
—Hábleme del trato, capitán. ¿Qué se supone que debemos hacer?
James esbozó una media sonrisa antes de desvelar su objetivo.
—Buscar el Tesoro de Lima.
La cara de Benjamin se desencajó.
—Cielo santo, capitán. ¡Son solo leyendas! ¿Cómo voy a convencer a la tripulación con tales patrañas?
—Solo tienes que decirles que el botín supera los veinte barriles de doblones de oro, joyas y lingotes...
El contramaestre volvió a abrir los ojos y la boca. Parecía tan sorprendido como un pez fuera del agua.
—Hola, capitán —susurró una melosa voz femenina—. Cuánto tiempo…
Brigitte, se dijo.
La preciosa mujer de cabellos rojos como el fuego se sentó en las piernas de James y entrelazó los brazos alrededor de su cuello. Llevaba un vestido verde con bordados negros y sus pechos sobresalían del corpiño de forma sugerente a la altura de los ojos de él.
—Demasiado tiempo… —susurró James con voz profunda. A través de la liviana tela del vestido, podía sentir manar el calor de la piel de Brigitte. Una reconfortante y fútil sensación calidez que lo instigó a caer. Hondo y muy lejos de allí—. ¿Qué has estado haciendo durante mi ausencia, mujer?
Una perspicaz sonrisa se dibujó en el pecoso rostro de ella, evidenciando todas las maldades que se escondían tras aquellos traviesos labios.
—¿Me ha echado de menos, capitán?
—Siempre se echa de menos la compañía de una mujer... —Ella le mordisqueó el mentón de forma tentadora.
—¡Brigitte! —interrumpió Benjamin haciendo un aspaviento—. Estamos hablando de negocios. ¡Márchate!
—Ya está todo hablado, Ben —concluyó James—. Reúne a la tripulación para mañana a mediodía. Buenas noches.
La alzó en volandas y hundió la cara en el cuello de la mujer. Brigitte profirió un sonoro gritito de placer. Necesitaba descansar, pero antes de hacerlo, disfrutaría del agradable sabor de la carne femenina.
Subieron a la parte más alta de la taberna y entraron a una habitación. Era pequeña, pero acogedora. Estaba iluminada por la tenue luz de las velas y el cálido aroma a madera entumecía el ambiente.
En el rincón de la habitación una bañera con agua caliente.
—La he hecho preparar para ti. —La orgullosa sonrisa de la mujer se ensanchó.
Brigitte se acercó a él y comenzó a desabrocharle la camisa con delicadeza. Sus traviesos ojos no se apartaron de los de él, en ningún momento. Lo tentaba con cada movimiento, con cada roce de sus dedos. Le abrió la camisa y le arañó el pecho antes de morderle el cuello hasta hacerle sisear de placer.
—¿Cuánto me ha echado de menos, capitán? —El fuerte perfume a pachuli de Brigitte le inundó la nariz y quiso más.
Incapaz de controlar su voracidad, James acorraló a la mujer contra su pecho y la pared. De un tirón le desabrochó la parte alta del corpiño y hundió la cara en sus pechos. Dejó que ella lo desprendiera de la casaca y le desabrochara la camisa mientras se daba un banquete con su cuerpo. Ronroneaba como un gato bajo el contacto de su lengua, pero ninguno de los dos se contuvo.
Entre gemidos, las osadas manos de Brigitte se abrieron paso dentro de sus pantalones y aquel temerario gesto, le arrancó un vasto gruñido que le estranguló las palabras en el paladar.
—Quiero más. —Reclamó, y el tono de voz rozó la exigencia de una orden.
James la cogió por los muslos y la desparramó en la cama. Necesitaba hundirse en ella y olvidar todo lo ocurrido. Una pueril evasión que todo pirata necesitaba tras un largo viaje en alta mar.
Brigitte se mordió el labio y abrió las piernas.
—Soy suya, capitán.
Consumido por una devastadora necesidad carnal, le subió la falda hasta las caderas, le destapó los muslos, y como un animal sediento de lujuria, la penetró. La delicadeza de las palabras se perdió entre los salvajes arañazos de la mujer y los gruñidos de James. La necesidad de poseer la sabrosa carne femenina lo envolvió en un manto de indiferencia que despertó los instintos más primarios en él. 
Eso era lo único que lograba obtener de una mujer; placer.
Una más, de entre tantas mujeres que saciaban su sed carnal ansiosas de algo que él ya no poseía: corazón. Hermosas mujeres que amparaban su soledad de forma temporal bajo el regazo del impávido sexo.
James tenía las piernas de la mujer entrelazadas en su espalda mientras la poseía de forma salvaje. Con cada acometida se sumergía más en las cálidas oleadas del éxtasis. Los gemidos lo amortajaban y lo confinaban en un lugar muy estrecho, mientras la susurrante voz de Brigitte lo incitaba a caer más hondo.
—Bésame —susurró.
James hizo caso omiso a sus palabras, y continuó el asalto sin miramientos. Había aprendido a satisfacer las necesidades del presente, viviendo en las tinieblas de su propio confinamiento. Aun cuando desease salir del destierro, se negaba. Prefería vivir como un depredador en las sombras.
Siempre al acecho.
La embistió con ímpetu, poseído por un hambre insaciable, hasta que sintió un fuerte tirón del pelo. Gruñó tras el agarre pero no se detuvo y la obligó a complacerlo. Brigitte era caprichosa e irreverente, algo que avivaba la parte más brutal de James.
—James... —Al oír el tono suplicante de la voz de Brigitte, la miró.
Llegados a ese punto, ambos sudaban y jadeaban como animales en celo. Sus cuerpos ondeaban igual que las olas, uno sobre el otro, mientras las palabras se entrecortaban en unos paladares sedientos de mucho más.
—¿Tan difícil es, capitán...? —Arrulló ella.
—¿Qué quieres, mujer?
Le acarició el mentón y él ralentizó el ritmo.
—Bésame.
Los ojos de James se oscurecieron y sus músculos se tensaron.
—No.
La cara de Brigitte adquirió un intensó tono carmesí por la rabia y lo empujó para salir de debajo de él. James la retuvo y volvió a penetrarla, amenazante, en sus ojos brillaba la advertencia y su parte más oscura.
Aquella que todos temían.
Si alimentas a las bestias, debes atenerte a las consecuencias, se dijo.
Un fuerte mordisco le obligó a maldecir y la agarró con más fuerza. Furibundo y excitado, James luchó contra sus instintos para detenerse pero luchaba contra un imposible.
Solo lo frenó un sonido.
  Un gemido que se coló bajo la piel de James y caló en la parte más profunda de su alma. Recordándole el instante que le arrebataron lo único que poseía bajo un mar en plena tempestad.
Al mirar el rostro de Brigitte y ver sus ojos empañados en lágrimas, despertó. Una vez más, había vuelto a caer en el gélido páramo de la impasibilidad y la barbarie. Brigitte estaba asustada. Se había convertido en la presa del cazador. Él. Pudo percibir el pulso acelerado, el miedo acompañado del temblor y la clemencia implícita en su mirada.
Una misericordia que nunca nadie le concedió tras sus fallos.
Regañándose a sí mismo, James la liberó del peso de su cuerpo y Brigitte se apartó sujetándose el corpiño. Debía huir, era la opción más recomendable, pero se mantuvo allí, muy cerca.
—No soy suficiente mujer para ti, ¿verdad? —susurró con un hilo de voz.
James suspiró.
—Eres suficiente mujer para cualquier hombre… —contestó, con la mirada perdida y la voz hueca.
—Pero no para ti.
—Pero no para mí —repitió él.
La bofetada hizo que le castañearan los dientes y el golpe le calentó la piel. Al instante, la cólera le bajo por los hombros como lava y le cosquilleó en las puntas de los dedos.
Quiso cometer una locura y maldijo a todos los santos existentes por sentir aquel impulso. No podía. Ella no tenía la culpa de los fantasmas que lo acechaban.
—¡Fuera! —bramó James de un rugido y apretó la mandíbula mientras la mujer desaparecía de su vista.
Él no se movió, se quedó mirando el suelo, en silencio, pensando a gritos.  
—¿En qué me estoy convirtiendo? —Se preguntó.
Durante años había quebrantado todas y cada una de las leyes del hombre. Había cometido actos terribles como hombre y como pirata, hasta destruir todos sus principios para convertirse en un monstruo. Los pecados eran tan atroces, que las garantías de un lugar privilegiado en el infierno lo amparaban.
No tenía salvación.
Demasiada sangre, se recordó.

****

Un rayo de sol se coló a través de las finas cortinas e iluminó la habitación. James abrió los ojos y la relajante luz le recordó la razón de su libertad.
Se desperezó y miró a su alrededor, pero solo lo acompañaban el silencio y el refrescante ruido del ajetreo de la ciudad.
Sin dilación, se levantó y fue a la cómoda donde tenía ropa limpia y comida.  Metiéndose en la boca uno de los panes de centeno, se puso la casaca, el cravat y se encaminó al puerto.
Ya estarían esperándole en el muelle, pensó.
No tardó mucho en llegar a su destino y nada más bajar del carruaje escuchó la voz de Benjamin:
—¡Capitán, le estábamos esperando!
—¿Hiciste lo que te pedí?
—Sí, saqué a los mejores marineros disponibles de las tabernas.
James alzó una ceja.
—¿Estás seguro de que saliendo de las tabernas, son los mejores?
—Bueno, es lo mejor que he podido encontrar —aclaró—. Tenga en cuenta que un día es muy poco tiempo —añadió en su defensa—. Además, he recuperado a parte de la tripulación veterana.
—Bien hecho.
Se detuvo al ver un gran buque bergantín amarrado en el extremo sur del puerto.
—¿Es este? —preguntó James, incrédulo.
—¡Es un barco magnífico, capitán!
—Nada comparado con el Royal Rover.
—Lo sé. ¡Pero es mejor que una barca y un loro! —espetó con agilidad—. Confiese que podría haber sido mucho peor.
James resopló al ver el nombre del buque: Dear Liberty.
—¿Querida libertad? —leyó.
No sabía que el duque tuviera sentido del humor, capitán.
—Todo un descubrimiento... —expresó James para sí mismo.
Subió al gran buque bergantín y se sorprendió al comprobar que tenía una eslora de unos treinta y cinco metros de largo. El velamen era mayor en comparación con el casco, y el aparejo estaba nuevo e impecable. Listo para zarpar. Bajó a la Santa Ana y para su satisfacción, James contó dieciocho cañones de veinticuatro libras y cuatro carronadas ajustables.
Era más pequeño que el Royal Rover, pero estaba mejor armado.
Entró en el camarote designado para el capitán y se detuvo ante la ostentosidad del lugar. Era amplio, elegante y confortable, pero nunca sería su barco.
El alma de James residía en el Royal Rover, y allí moriría junto a su padre.
Se detuvo delante de la pequeña librería y sonrió al comprobar que Somerset había hecho traer sus manuales de navegación y todos los cuadernos de exploración. Sobre el gran escritorio central habían dejado el cuaderno de bitácora del Dear Liberty, y un libro.
Al cogerlo, se le contrajeron las entrañas. Era la edición de Don Quijote de la Mancha que guardaba con recelo en el camarote del Royal Rover. Tenía un gran valor para él.
Entre las páginas centrales había una carta con el sello de Somerset que decía:


Salió del camarote y subió al castillo de popa donde estaba Benjamin. Se detuvo al lado del timón y observó con detenimiento a sus nuevos marineros en cubierta. Iban de un lado al otro ocupados con el avituallamiento del buque.
—¿Cuántos son?
—Cuarenta marineros en total. En su gran mayoría piratas.
—¡Capitán! —El grito desvió la atención de James.
En la proa del barco, agitaba las manos uno de los marineros más expertos y uno de los piratas más obstinados de su tripulación. Colton era alto, delgado y con aspecto de delincuente, pero un buen cañonero. Su puntería era capaz de alcanzar una hormiga al vuelo, sin embargo, el alcohol y el juego eran su debilidad.
—¡No me lo puedo creer! ¡Está vivo!
La alegría era más que evidente tras el trágico abordaje del Royal Rover.
—También me alegra verte, Colton. —Se saludaron con propiedad—. ¿Hay algún conocido más en el barco? ¿Qué fue del oficial de artillería Chris Della Rovere?
—Está vivo y a bordo. —Le confirmó—. Es el encargado del avituallamiento. Seguro que ahora mismo está disfrutando del olor a pólvora que desprende la Santa Bárbara —explicó Benjamin con entusiasmo—. También encontrará a McGwire, Williams, Sloan…
James se alegró de recuperar a parte de su tripulación. Sin ellos, el Tesoro de Lima se convertiría en polvo y arena.
Un objetivo fantasma.
—Capitán, ¿cuál es el siguiente paso? —preguntó Benjamin.
—Consígueme un traje, esta noche asistiremos a un...
Una voz lo interrumpió.
—¡Bastardo, ruin y despiadado!
Todos miraron en dirección al puerto y James puso la mano sobre su espada. Solo había un hombre que se tomaría la licencia de omitir los estamentos a la hora de dirigirse a un capitán. De hablarle de tú a tú, sin temer a las consecuencias.
Alexander, el segundo a bordo del Royal Rover, había vuelto.
—Parece que no soy el único que trata con la muerte…
Ambos desenfundaron las espadas del tahalí y se pusieron en guardia.
—El diablo me tiene aprecio —contestó James.
Benjamin cogió su pequeña petaca llena de ron y dio un largo sorbo mientras toda la tripulación se tensaba.
Antes de poder exhalar un suspiro, el ruido del choque de las espadas alertó a todo el puerto. La agilidad de ambos hombres era impactante, pero la destreza de James sobrepasaba cualquier límite. La espada era un medio de vida para él. Un modo de sobrevivir al mundo y a las atrocidades que lo acechaban. Rechazaba los estoques con una elegancia envidiable mientras mantenía el semblante imperturbable.
Con varios movimientos que hicieron sisear a la tripulación, James situó la espada sobre el cuello de su oponente. Con una patada precisa, puso de rodillas a Alexander, y vencido ante el filo de su espada, dejó caer la suya.
—Ya veo que sigues siendo igual de escurridizo que una anguila, James.
—Tratar con el diablo te proporciona vastos beneficios extras, Alex.
La tensión entre ellos era evidente, pero sin un motivo aparente, comenzaron a reír. Las carcajadas se contagiaron entre los marineros que se miraban entre sí, confundidos. Benjamin volvió a dar otro largo trago a la petaca de ron antes de hablar:
—Maravillosa entrada, Alexander. Digna de un rey.
Alzó el sombrero a modo de saludo.
 —Yo también os he echado de menos, bribones. —James le ofreció la mano y se abrazaron con ganas.
—Nunca lo hubiera dicho; pero me alegra verte vivo.
—Lo mismo digo, capitán. —Alexander se adecentó la casaca—. Dicen que vas tras el Tesoro de Lima, ¿es cierto?
—Si lo fuera, ¿vendrías?
—¿Qué? —Levantó una ceja—. Si tu pregunta es, si volvería a navegar por los mares del sur, pasar por terribles tormentas y deleitarme con el canto de las sirenas, mi respuesta es un . —Sacándose el sombrero hizo una profunda y teatral reverencia—. Cuenta conmigo, hermano.
Alexander era la mano derecha de James y el intendente en funciones. Rubio, de ojos color arena y constitución esbelta, era más ancho que muchos hombres; pero no más alto que él. Poseía un sentido del humor ácido y solía evadir la inquietud con sarcasmo. Un hombre impulsivo, con ideas revolucionarias, despiadado, pero con corazón.
Algo que James daba por perdido.
 Las cualidades humanas de Alex iban más allá de las lamentaciones de un hombre que no tenía nada más que su cabeza y la astucia para sobrevivir. Un guerrero que juraba fidelidad bajo un credo inclemente que le había arrebatado todo, y le había enseñado a sonreír a la crueldad del destino.
Tiempo atrás fueron como hermanos, hasta que el infortunio se jactó con ambos... Juntos habían recorrido el mundo, deleitándose con la dulzura de los manjares de la tierra y el mar, desde sus joyas, hasta sus mujeres, pasando por el amor y la pérdida. Vieron la magnánima imagen de una tierra llena de privilegios y libertinaje. Disfrutaron de las diferentes culturas y se dejaron seducir por las sombras de una existencia llena de pillaje y botines de camino a una gloriosa muerte en el mar.
Sin embargo, tras la penuria, la gloria, el dolor y la satisfacción de ser pirata, la vida volvió a unirlos.
—¿Llego tarde? ¿Me he perdido algo?
James salió de sus pensamientos al escuchar la voz de Salvatore, el cocinero del Royal Rover. Su peculiar acento inglés denotaba su origen italiano. Era un experto en su campo, y con él a bordo, el buque estaba completo.
¿O no?
—Capitán, ¿vamos a la guerra y no nos lo ha dicho?
James giró sobre sus pies y vio el anciano rostro de Graham Campbell, el médico. Un hombre de avanzada edad, con aspecto aristocrático y mirada afable.
—Puede, y me alegra saber que usted estará aquí para ocuparse de las peores heridas.
Todos rieron al unísono y James le ayudó a subir.
—Caballeros, piratas; —prosiguió con pomposidad—. Bienvenidos a bordo del Dear Liberty. Disfruten del viaje...



Primera Edición: Mayo 2016
Título original: la rosa de los vientos
©A.V.Cardenet, 2014
ISBN: 978-84-9455800-0-9

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LA ROSA DE LOS VIENTOS *SEGUNDO CAPÍTULO*


2
Sta. Baker
La suntuosidad de la velada era exquisita, la música embriagadora y el emplazamiento perfecto. No había sido difícil para James mezclarse entre los asistentes a la fiesta. Como si hubiera nacido para formar parte de la aristocracia. Se sentía tan cómodo entre los ricos como entre los piratas. En el fondo no había tanta diferencia, la delgada línea que los separaba, era tan fina como la que separa el amor del odio. Entre la clase aristócrata inglesa y los piratas existía la misma ambición, malicia y ansias de poder. Pero con una diferencia: los piratas tenían un código de honor inquebrantable. Algo que los nobles, desconocían.
—Está muy elegante, capitán.
A la derecha de James, Benjamin vestía como su sirviente personal. Estaba irreconocible, pero su evidente falta de modales lo convertía en el objeto de muchas miradas.
—¿Y ahora, qué se supone que debemos hacer? —Se introdujo dos tartaletas de mantequilla en la boca.
—Deja de comer y busca a la dama, Benjamin.
—¿Dama? ¡Es una mujer! —exclamó—. Me dijo que veníamos a buscar un mapa.
—Sí. La señorita Catherine Baker es el mapa.
Se limpió los restos de comida como si tuviera un bicho sobre la barriga y lo miró.
—Las mujeres no traen nada bueno, capitán. Nada bueno —rumió mientras daba media vuelta para cumplir con la orden.
Hacerse pasar por uno de los sobrinos del conde de Saint Germain y barón de las islas de Man, sería el cebo perfecto para captar la atención de su presa. James vestía con una chupa de seda en color azul, y una casaca de tafetán en un tono más intenso con detalles policromos. El corte clásico del traje resaltaba su masculinidad y atraía la curiosidad de gran parte del público femenino. Los abanicos revoloteaban a su alrededor entre sutiles risitas y susurros, mientras las miradas indiscretas de algunas de las presentes, lo tentaban a abandonar la sala y cometer alguna fechoría.
Un hombre alto, esbelto y con buen porte, se acercó a él y le sonrió. Una de aquellas sonrisas frías que ocultan tanta desconfianza como curiosidad.
—No tengo el placer de conocerlo, disculpe mi ignorancia. Soy el marqués de Northampton.
—James Shiedfild, barón de las islas de Man —contestó con la misma rigidez—. Un placer.
—Un descendiente de los Shiedfild… —repitió, sorprendido—. Hace tiempo que no trato con su familia. Entonces, ¿conocerá al conde?
James se alegró de tener negocios con gran parte de la aristocracia corrupta de Inglaterra y Gales. Incluyendo al avispado conde.
—Soy el sobrino del conde Saint Claires —eludió—. Todo un casanova.
—Eso parece que viene de la familia —afirmó el marqués, muy consciente de la atracción que ejercía James sobre las mujeres del salón—. Es un placer. Conocí a vuestro tío hace años, e incluso me batí en duelo en varias ocasiones.
—¿No es ilícito batirse en duelo? —declaró James con incredulidad.
—Lo hacíamos por el mero placer de combatir.
—¿Por qué luchar, si no hay un premio al que ostentar?
—Sí que lo había. El placer de cortejar a una dama lo discutíamos con el florete.
Un sutil carraspeo atrajo la atención de ambos hombres.
—Milord, ¿no me va a presentar al apuesto caballero?
Una joven de cabellos rubios y generosos atributos le regaló una amplia sonrisa.
—Mis disculpas, milady. —El marqués le besó el dorso de la mano—. Le presento a la encantadora señorita Anette Rose Somerset.
James se tensó ante el descubrimiento. Era la hermana del duque de Beaufort. Mantuvo la compostura y sonrió a la propicia oportunidad que le brindaba la casualidad de la vida.
—James Shiedfild. Todo un placer, señorita Somerset. —Sin dejar de contemplarla, James hizo una sutil reverencia—. ¿Su hermano no la acompaña esta noche?
Tanto el marqués como la mujer, se sorprendieron.
—¿Lo conoce? —hipó, sorprendida.
—Bueno, podría decir que mi relación con Lord Somerset es… tirante.
Ella ladeó el rostro con deferencia, pero no pareció sorprenderse.
—Soy consciente del carácter altivo de mi hermano —confesó con más gentileza de la esperada—. Por eso no está aquí. Odia las comitivas tanto como las amo yo.
Complacido, le tendió la mano.
—Siempre estamos a tiempo de limar asperezas, milady —le susurró de forma seductora—. ¿Me concedería este baile?
La mujer sonrió seducida por los encantos de James, asintió en dirección al marqués y se retiraron a la pista de baile.
Mientras bailaban, la estudió con detenimiento. Anette tenía un parecido asombroso con su hermano, pero su esencia era pura y se alejaba mucho de la maldad de Henry. Seguro que desconocía las sucias actividades de su hermano: esclavista, asesino y ladrón. La única diferencia que había entre ellos era un título. Y algún día, James le demostraría que por sus venas también corría sangre roja, no azul.
Cuando la música cesó, la expectación era máxima. Por fin las hermanas Baker harían su entrada. Gran parte de la alta sociedad estaba allí, la dote de la muchacha era alta y los jóvenes caballeros, inexpertos, incitados por la codicia que suscitaba el dinero, intentarían cortejarla a cualquier precio. 
James esperó con quietud mientras Josefine bajaba la gran escalinata, ataviada con un aparatoso vestido azul cobalto. Al verla se compadeció de ella en silencio. Era una dulce niña inocente de cabellos dorados y aspecto locuaz a punto de ser devorada por los tiburones de la sociedad.
Sin embargo, la curiosidad alcanzó su cenit cuando James vio a la mujer que caminaba dos pasos por detrás de ella. Una belleza sublime y exquisita; de cabello castaño y piel blanca como nieve. Llevaba un vestido color burdeos, corte polonesa, confeccionado con brocatel de sedas en colores cálidos que le resaltaban el carmesí natural de los labios y le enmarcaban la figura como un guante.
—¿Quién es? —preguntó James, sin apartar los ojos de ella. Estaba eclipsado con la belleza de la desconocida.
—Catherine Baker, la hermana mayor de Josefine Baker —explicó Anette con apatía mientras James tragaba el nudo de la garganta—. Rondando los veinte y soltera. Tendrá un amante, o un secreto muy oscuro.
—¿Es un delito amar sin ataduras, milady? —murmuró James mordisqueando con disimulo la mano de Anette—. Puede llegar a ser muy placentero...
La sugerente osadía hizo que el rubor subiera por las mejillas de la mujer.
—Capitán, ya la he localizado —dijo Benjamin con discreción a su espalda.
—Si me disculpa, madame, debo atender algunos quehaceres.
Con el dorso de la mano, James le acarició la mejilla.
—Me gustaría volver a verlo —musitó Anette con un brillo resplandeciente en los ojos.
James se acercó a la muchacha y le susurró al oído:
—Antes de lo que se imagina, milady, estaré a las puertas de su ventana… —Anette sonrió por la fingida elocuencia, ya que solo un amante picaría a la ventana de una dama.
Con una solemne reverencia, James se retiró de la sala a uno de los balcones donde podrían hablar con libertad, sin temor a ser escuchados.
—He localizado a la señorita Baker, capitán.
—Y yo también… —declaró James sin dejar de mirarla a través de las amplias puertas francesas—. ¿Tienes lo que te pedí?
—Sí. —Sacó un pequeño paquete de la casaca—. Semillas molidas de amapola y verbena.
—Perfecto, tu objetivo es conseguir que la señorita Baker coja la copa que contiene las semillas. ¿Podrás hacerlo?
Benjamin le lanzó una sonrisa pícara.
—Si no puedo emborrachar a una mujer, no soy digno de ser pirata, capitán —declaró, orgulloso—. ¿Pero qué haremos cuando empiece a marearse? Hay muchos ojos pendientes de ella.
Ambos miraron el gran salón atestado de gente.
—Pronto esos ojos estarán ebrios de vino y llenos de aburrimiento —alegó James convencido de sus palabras—. Tú, encárgate del vino. Yo, de la mujer.
—Será un placer, capitán.
Benjamin sonrió al igual que un niño a punto de cometer una fechoría y desapareció entre los presentes.
Durante gran parte de la noche, James observó todos y cada uno de los movimientos de Catherine. Benjamin consiguió darle la copa de vino apropiada pero su trato con el alcohol era comedido, como si quisiera ser consciente en todo momento.
Poco después, el ambiente viciado y el olor a vino dulce provocaron una extraña reacción en cadena. Los caballeros la rodearon como hacen las abejas con la miel, atraídos por su embriagadora esencia. No obstante, entre baile y baile, James encontró la oportunidad perfecta para abordar a la joven. Catherine aceptó un baile con el marqués de Milford Haven y entre cambios de pareja, se la encontró entre los brazos.
Ella no se sorprendió, solo esbozó una dulce sonrisa que le robó el aliento.
Se castigó a sí mismo por admirarla al igual que un adolescente, siendo quién era: la hija de Edward Davis. Pero su deslumbrante belleza iba más allá de cualquiera que hubiera conocido antes. Poseía unos labios tan sugerentes, que James deseó morderlos. Llenos y rosados; dibujaban una exquisita curva que amenazó a su cordura con la perversión. Incluso el sutil perfume de su piel lo hipnotizó, y durante unos segundos, se sintió uno más entre los pretendientes que la deseaban.
—Baila muy bien, milord —susurró ella.
—Le tomo la palabra, señorita Baker, dado que viene de una bailarina consumada.
—¿Cómo sabe mi nombre? —le preguntó—. Nunca antes lo había visto…
—Quizá no me recuerde.
Ella arrugó el ceño en una fingida afrenta, y luego sonrió.
—¿Subestima mi memoria, milord?
La mezcla entre inocencia y picardía era desconcertante.
—Jamás cometería semejante error, milady —terció él.
—Entonces, aún a riesgo de sentirme ofendida, ¿me dirá su nombre?
Aquella voz era una dulce melodía para los oídos. Una trampa mortal. De hecho, James estuvo a punto de cometer un error y decirle su verdadero nombre.
—Ya que no deseo ser uno más, milady... —dijo, y con un movimiento de barbilla señaló a los pretendientes que la miraban al otro lado del salón—. Prefiero dejar mi nombre en el misterio.
—Me gustan los misterios —alegó ella, al tiempo que arrugaba la pequeña nariz haciendo un mohín—. Si soy sincera, es un alivio saber que no desea ser como los demás.
James colocó la mejilla contra la de Catherine y la complicidad del roce le erizó la piel.
—No, milady, —susurró de forma seductora—. Ostento mucho más...
Una dulce risita le revoloteó a James en los oídos y se le enganchó a los labios. Estaba fascinado con ella. Catherine era como el vino caliente, entumecía el cuerpo y desinhibía la mente.
—Dado que no me dirá su nombre, ¿puedo especular?
—Sorpréndame, por favor.
James la hizo girar en pleno baile y el vestido dibujó un sublime haz de color carmesí, que eclipsó a todo el salón. Al volver a entrelazar sus manos, ella rio y sin saber por qué, su corazón dio un vuelco.
Catherine lo examinó con detenimiento y el pulso de James se aceleró, como jamás lo había hecho. Le rebotó dentro del pecho para robarle el aire por sorpresa.
—Por la profunda cadencia de su voz —comenzó—, adivino que tiene raíces españolas.
James ladeó el rostro. Además de hermosa, inteligente, pensó.
—Siga, señorita Baker, va por buen camino.
—Por sus ropas, adivino que no es de la ciudad.
Al oír la observación, alzó una ceja.
—¿No voy apropiadamente vestido para la ocasión?
—Al contrario, adoro las sedas y su tacto... y sé apreciar el buen gusto de un hombre por las telas. —Deslizó un dedo por el cravat de James, tentándolo, y luego recuperó la compostura y lo retiró—. Pero ahora en la ciudad, todos los hombres prefieren llevar lino en vez de seda.
—No deja de sorprenderme. Continúe, milady.
Los penetrantes ojos negros de la mujer le atravesaron el cuerpo hasta llegar a la parte más oscura y James temió que alcanzara sus secretos mejor guardados.
—Por el tono dorado de su piel, diría que ha pasado mucho tiempo en el mar —prosiguió ella y él pudo respirar.
—Digamos, que pertenezco al mar —contestó y Catherine arrugó el ceño.
—¿Pertenece a la Armada Real?
—No, milady, a pesar de amar la contienda igual o más que un soldado.
—Deme una pista, milord —suplicó, divertida.
—Especule, milady —la instó con malicia y ella le regaló otra sonrisa encantadora.
—Si pertenece al mar... ¿Es un pescador? —James negó con un gesto de cabeza—. ¿Un trotamundos? —Él volvió a negar y la incitó a ir más allá en aquel juego—. ¿Un desertor de la armada? —James alzó una ceja y negó—. ¿Un temible corsario del mismísimo rey...?
Sin poder evitarlo, James sonrió y la atrajo hacia él. Se miraron y ella entreabrió los labios, inconsciente.
—¿Teme a los piratas, señorita Baker?
—Nunca he visto a ninguno…—dijo casi sin aliento—.  ¿Debería temerlos?
—Si acepta el consejo de un desconocido —le susurró James al oído—, sí, debería temerlos.

****

James, asomado por estribor, contemplaba la superficie del mar rememorando lo ocurrido esa misma noche. Recordando a la extraña mujer de ojos negros que lo había puesto a prueba en todos los sentidos y le había obligado a usar todas sus armas de seducción para persuadirla y atraerla.
Desde el primer momento que la vio, supo que no sería una presa fácil. Catherine era tan comedida con los hombres, como con la bebida, hasta el punto de hacerle dudar de la fiabilidad de su estrategia. Era una Davis, sin duda. Pero la  libertad estaba en juego y nada le impidió jugar sucio.
Estaba acostumbrado a tratar con mujeres, pero no como ella. Catherine era más desconfiada e inteligente que cualquier otra. Y jugó a su antojo con él hasta que el potente somnífero hizo efecto. Por suerte, llegado ese punto de la noche, el vino ya corría por la sangre de los asistentes como el veneno de una serpiente y le brindó la oportunidad perfecta para perderse entre el gentío y desaparecer.
Craso error, milady. ¿No le advertí que no debía confiar en un pirata?
Escuchó un ruido, y James ladeó la cabeza para mirar de soslayo a Benjamin. Medio dormido y con el efecto del poco sueño marcado bajo los ojos.
—¿Capitán, cuándo partiremos?
—A mediodía —contestó sin dejar de mirar el mar—. ¿Ya se ha despertado?
—¿La mujer? No, sigue dormida, igual que un lirón. —Benjamin se rascó la coronilla, pensativo—. Creo que la dosis era demasiado alta…
—¿Y ahora te das cuenta? —lo increpó.
—¿Qué iba a decirle a la curandera que me lo vendió? Discúlpeme señora, prepáreme una dosis que pueda tumbar a una mujer de cincuenta kilos. No deseo matarla, madame, solo pretendo secuestrarla… —pronunció de forma teatral.
James resopló en un fallido intento de contener la risa.
—Déjalo, Ben. —Hizo un gesto de indiferencia con la mano—. Ya despertará, pero no dejes de vigilarla.
—Charlie ha montado guardia en su puerta. En cuanto despierte, lo sabremos.
—Perfecto, en dos horas reúne a la tripulación en cubierta. 
—De acuerdo, capitán.
Benjamin permaneció unos segundos en silencio, algo extraño conociéndolo bien. Estaba inquieto.
—¿Qué ocurre? Conozco esa cara de cordero degollado. —Benjamin se debatió consigo mismo durante unos instantes mientras se refregaba la panza—. ¿Y? —lo instó James, impaciente.
—No quería alertarlo hasta estar seguro pero, han visto una patrulla de casacas rojas en la taberna de Barry el cojo…
—¿Y ahora lo dices? —Soltó un improperio—. ¡Tendrías que habérmelo dicho al momento!
—¿Cree que buscaban a la dama, capitán? —preguntó Ben—. Quizá alguien nos vio...
—¡Eso es imposible! —espetó él.
—Capitán, es una mujer hermosa, de familia noble y con una buena dote. Dudo que su familia tarde en comenzar a buscarla.
Esa posibilidad era más viable, pensó. Pero James sabía muy bien a quién buscaban, y no era a la señorita Baker.
—Cambio de planes; reúne a toda la tripulación en cubierta —ordenó sin miramientos—. ¡Ahora!
—Aún no ha amanecido, capitán.
—Me da igual. ¡Despiértalos!
Benjamin alzó ambas manos en señal de rendición y bajó a la bodega principal.
Justo cuando la cálida luz del sol se alzaba sobre la línea del mar, los marineros comenzaron a ocupar sus puestos en cubierta. James paseó la mirada por los rostros conocidos y desconocidos de la tripulación, antes de hablar:
—Caballeros, os he reunido aquí para hablaros de lo que ocurrirá cuando zarpemos. No quiero alcanzar alta mar, sin que sepáis a lo que os exponéis en este largo viaje. —Todos lo miraban con el respeto digno de un Robert—. Después de cien años, hemos encontrado la llave que nos abrirá las puertas del Tesoro de Lima. Para muchos es inalcanzable, pero no para mí, ni para los que partirán en este barco. El capitán Edward Davis lo escondió en un lugar hechizado por magias oscuras, un lugar lleno de sombras… —Muchos se inquietaron—. Debéis saber que conseguirlo no va a ser fácil, el camino será largo, duro y peligroso. Nos expondremos a los peores males del mar; desde las pavorosas mareas heladas del sur, hasta las terribles tormentas del océano Atlántico. Y en ese lapso, quizá nos deleitemos con los ensordecedores cánticos de las sirenas. O suframos el terrible azote del mismísimo Kraken, maldecido por Zeus a vagar por los mares en busca del sustento de las inocentes almas de marineros perdidos. ¡Pero nada nos podrá detener! La única ruta posible a la isla nos llevará a un infierno, pero tras la oscuridad, hallaremos la gloria dorada del botín de Lima. —James hizo una pausa dramática—. Y ahora os pregunto: ¿Qué valientes se atreven a embarcarse en este viaje?
Alexander fue el primero en dar un paso al frente y quitarse el sombrero. Entre el miedo y la expectación, los marineros comenzaron a alzar las manos, y a descubrir sus cabezas en señal de respeto y fidelidad. Ninguno cedió ante los impulsos de abandonar el barco. Si morían, lo harían con orgullo en el mar.
—He puesto a prueba vuestra fortaleza y no me habéis defraudado. —Cogiendo una botella de ron y una biblia, James se acercó a sus hombres—. Pero aún no hemos terminado. Ahora me demostraréis vuestra lealtad. —Los hombres asintieron sin moverse de sus sitios.
James se recostó sobre el timón y dejó que su contramaestre orquestara la segunda parte del ritual de navegación. Ninguna nave y ningún capitán debían partir sin establecer las normas de a bordo. Ya que sin un juramento de lealtad, un viaje en alta mar podría suponer el fin de muchas vidas.
Y un suculento manjar para los tiburones.
—Este barco, al igual que el Royal Rover, se regirá por las leyes de piratería del “Chartie Partie” escritas hace más de cincuenta años por el mismísimo Bartholomew Roberts. Leeré todas y cada una de ellas, si alguno no está dispuesto a cumplirlas, aún es libre de abandonar el barco. Pero una vez consentidas, se acatarán al pie de la letra tanto las compensaciones, como las sanciones.
Llegado ese punto, el sol ya iluminaba toda la cubierta y despertaba sus adormecidos cuerpos.
Benjamin abrió el pergamino y comenzó a citar las leyes:
I. «Todo hombre a bordo será poseedor de un voto; tendrá derecho a provisiones frescas y licores, y si lo desea, puede usarlos a voluntad, salvo en periodos de escasez en los que se requiera una disposición distinta del racionamiento».
II. «El botín se repartirá de forma equitativa según el cargo que ostente y el puesto en la lista. Si alguien defrauda o engaña, el castigo será el abandono en una isla desierta con un mosquetón. Si un hombre roba a otro y se demuestra su fechoría perderá la oreja o la nariz».
III. «Están prohibidos los juegos de azar a bordo del barco a cambio de dinero u objetos de valor».
IV. «Todas las luces se apagarán a las ocho en punto de la noche: si algún miembro de la tripulación desea seguir despierto, tendrá que hacerlo en cubierta, sin luz».
V. «Todos los marineros deberán mantener la pistola y sable limpios, aptos para el combate».
VI. «No serán permitidos niños a bordo».
VII. «Abandonar el navío o quedarse rezagado durante una batalla se castigará con la muerte o el abandono en una isla desierta».
VIII. «No están permitidas las peleas a bordo. Tras el látigo, se pondrá fin a cualquier disputa en la costa, sobre tierra firme. Se enfrentarán a espada o pistola, bajo la supervisión de la intendencia. Si tras disparar, ninguno acierta, se batirán con las espadas, y se declarará vencedor al que consiga la primera sangre del rival».
IX. «Ningún hombre puede abandonar esta forma de vida hasta que haya compartido mil libras en el fondo común».
X. «El capitán y el intendente recibirán dos partes de cada botín; el maestre, contramaestre y el artillero una parte y media; y el resto de oficiales y marineros parte y cuarta».
XI. «Los músicos dispondrán del sábado como día de descanso».
El primero en darse cuenta del error fue Alexander que lanzó una mirada contrariada a James. Sabía tan bien como él la ley que había omitido. El Chartie Partie no hacía mención alguna sobre las mujeres a bordo.
Una vez citado el código, Benjamin cogió la biblia y la botella de ron.
El oficial de artillería puso la mano sobre la biblia y recitó:
—Yo, Christian Della Rovere, como pirata del Dear Liberty zarparé con este barco y bajo estas leyes, sometiéndome a su dictamen y a la severidad de sus castigos. Doy mi conformidad y mi palabra, asumiendo la premisa de no quebrantar jamás la ley impuesta, y aceptar la fuerza que ejerza sobre mí. —Los penetrantes ojos marinos del oficial lo miraron—. Capitán James William Roberts, daré mi vida y mi espada a cambio de la gloria y la fortuna de navegar bajo esta bandera. ¡Por el capitán!
—¡Por el capitán! —bramaron todos.
Dicho esto, Chris bebió un gran sorbo de ron de la botella y selló el trato con la señal de la cruz.
Alexander, molesto con él, se retiró con discreción al interior.
Ignorando su conflicto interior, James se mantuvo firme hasta que todos sus hombres consintieron el Chartie Partie. Ahora estaban listos para partir. El viaje iba a ser largo y duro pero el resplandeciente oro del tesoro de Lima iluminaría el camino a la gloriosa libertad que todos merecían.
—Expoliaremos la tierra que nos exilió, surcaremos el mar hasta alcanzar la gloria. Y tras nuestros pasos, hallaremos la libertad que un día el cielo nos negó... —Citaron al unísono con el orgullo pendiendo en cada palabra—. Somos la arena en el viento de regreso al mar que siempre nos amparó.
—Bienvenidos a bordo, camaradas —declaró James al tiempo que se alzaban en una sonora ovación—. ¡Ocupen sus puestos! ¡Corten amarras! ¡Todos listos para zarpar!

****

En pocas horas perdieron de vista la costa, y al caer la tarde ya navegaban en alta mar. La brisa del océano y el movimiento de las olas templaron los ánimos de James. Dos meses fuera del mar era demasiado tiempo para un hombre que había nacido en él. Tanto sus glorias como sus pérdidas, florecerían y morirían en aquellas aguas, y sabía que algún día volvería al mar que un día lo vio nacer.
—¿Vas a contármelo? —preguntó Alexander.
James permaneció impasible, con la mirada sobre las líneas del mar.
—Vira 5º a poniente. —Eludió de forma deliberada.
—Primero, quiero saber adónde nos dirigimos. —Alexander le mostró la carta con el sello roto del duque de Beaufort—. ¿Es cierto que desembarcaremos en Santa Helena?
—He ahí el destino al cual nos dirigimos —convino él, con una calma exasperante—. Ahora haz lo que te he ordenado.
—¡No! Esa no es suficiente respuesta —refutó—. Cuéntame qué está pasando a bordo de este barco.
Con el semblante altivo, se giró y lo miró.
—Soy tu capitán, y no debería dar explicaciones de las decisiones que tomo en mi barco.
—Como capitán no me debes ninguna explicación… pero como amigo, sí.
James resopló.
—¿Qué quieres que te cuente? ¿Lo que quieres oír, o lo que ocurre en realidad?
—Todo.
Con un gesto adusto, James se mesó el cabello. El peso de los secretos era demasiado para cargarlo solo. Debía confiárselo a un aliado, y Alex siempre había sido un buen confidente.
—Como seguro que ya sabrás, hice un trato a cambio de mi libertad. No quería terminar ahorcado en medio de una plaza en Londres —resolvió James, convencido de sus palabras—. Y a cambio de mi libertad me comprometí a encontrar el legendario Tesoro de Lima.
Alexander chasqueó la lengua al oírlo.
—Sabes tan bien como yo que este viaje es el comienzo del camino a lo imposible.
—Puede ser, pero cuento con ciertas ventajas que harán de lo imposible, algo real.
La atención de Alex cobró vida.
—¿A qué te refieres? —indagó, lleno de curiosidad.
—La errática del camino tiene muchas vertientes. El mismo hombre que me liberó me mostró el primer paso del camino al tesoro. Me dio la llave para escoger la senda adecuada.
—¿Cómo sabes que no te engañó?
—¿Crees que el Somerset me concedería la libertad y me proporcionaría un barco si no quisiera algo a cambio? ¿Que arriesgaría su posición a cambio del humo de una leyenda?
—Quiere lo que todo hombre vanidoso desea: oro, joyas y poder.
—No. Solo quiere una cosa de la cueva y nada tiene que ver con las riquezas. El oro es nuestra recompensa tras obtener el objeto. —Los ojos de Alexander centellearon y adquirieron un intenso tono ámbar—. Desea un cofre no más grande que la palma de un hombre... —murmuró.
—¿Solo eso? —espetó—. Debe tener mucho valor para renunciar a semejante botín.
—De ahí subyace toda mi curiosidad —confesó James—. El duque ha sacrificado demasiado a cambio de lo que parece muy poco ante los ojos de un hombre cualquiera.
—Pero no a los tuyos —continuó Alexander.
—Pero no a los míos... —repitió—. Por eso debemos averiguar de qué se trata.
Ambos se quedaron en silencio, meditando las consecuencias que acarrearía aquel viaje. Algo se les escapaba de las manos. Algo que iba más allá de su entendimiento y cien pasos por delante de una posible traición.
Alexander metió la mano en el bolsillo de su casaca y extendió una cinta color burdeos.
—¿Hay algo más que debas contarme? —El viento hizo ondear la prenda de seda, y al reconocerla, James se tensó.
La mujer.
—Sé lo que estoy haciendo —alegó con una vehemencia inquietante pintada de advertencia.
—Te equivocas. Estás cometiendo un error. —Los acusadores ojos de Alexander lo quemaron por dentro, y los viejos recuerdos lo asaltaron.
—Deja de cuestionar mis decisiones —inquirió.
—¡No las cuestiono! Intento descubrir por qué has cometido mi error… —La voz de Alexander se ahogó en una agonía interna que pocos conocían.
—Esto no tiene nada que ver con ella —James contuvo la respiración cuando un lacerante y conocido dolor lo sacudió—. Ella no es Melisa.
Ella jamás volverá, se dijo.
Pero a pesar del transcurso del tiempo, James continuaba esperándola.
Alexander maldijo por lo bajo.
—Entonces, explícame por qué hay una mujer a bordo.
James sopesó con detenimiento la respuesta antes de hablar:
—¿Recuerdas que he hablado de una llave? —Alex asintió—. Pues ella, es la llave.
—¿A qué te refieres? ¿Una mujer?
Asintió taciturno y se asomó por la amura de estribor, con la mirada fija en el mar, sin poder ver nada.
—¿Aún recuerdas las historias que contaba Ronald Chandler? —dijo James, recordando al antiguo oficial—. ¿Las que hablaban de una mujer llamada Margaret Kyteler?
—¿La bruja de los vientos?
 —Sí. Pues las historias que contaba, al parecer, eran ciertas; pero lo que no sabíamos era que su hija, Dorothy Kyteler, conquistó al mismísimo capitán Davis. —Alex arrugó el ceño en una mueca indescriptible—. Pero su idílico y desconocido amor pereció con el nacimiento de su única hija. Al dar a luz, alguien se la arrebató y Dorothy pasó el resto de su vida buscándola —explicó—. Tras darse por vencida, culpó a Davis por su pérdida y se vengó, sepultando bajo un terrible hechizo el mayor botín del capitán: El tesoro de Lima.
Alexander dejó escapar todo el aire de los pulmones en una única exhalación al comprender la magnitud del descubrimiento.
—¿Ella es la hija de Edward Davis?
—En efecto —le confirmó—. Y es la llave del tesoro.
—¡Maldita sea, James! —exclamó—. No solo hay una mujer a bordo, sino que es la hija del mayor bastardo que haya conocido jamás.
—Yo no escogí las condiciones de la liberación. Simplemente no quería terminar mis días con una soga al cuello.
—Ni yo, ni nadie de esta tripulación querría eso —aclaró—. Solo espero que seas consciente de la situación, James. Porque ahora dependemos de una Davis.
Alzaron la mirada al oír el cambio de guardia y James giró de nuevo el reloj de arena.
—Es sencillo, Alex; conseguimos el mapa, encontramos el tesoro y fin del asunto.
—¿Cómo estás tan seguro de su colaboración?

—Lo hará... —murmuró con voz sombría—. Yo me encargaré de ello.


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