1
La indómita
libertad
Gran Bretaña, 15 septiembre 1756.
James sintió cómo todo su cuerpo
se derrumbaba bajo la presión de los guardias. Lo arrodillaron y le obligaron a
bajar la cabeza. Una oleada de impotencia lo consumió por dentro y apretó los
puños con rabia. Los ceñidos grilletes que le apresaban los tobillos y las manos,
le provocaron un hormigueo en las palmas de las manos por la falta de sangre.
Alzó la mirada para comprobar que estaba en la opulenta
sala de un palacio en Gales. Había sido capturado por un galeón inglés a
traición, y desprendido de todas sus pertenencias, incluido su precioso barco:
el Royal Rover.
—Capitán James William Roberts, me alegra volver a verlo
—dijo el recién llegado mientras sus pasos retumbaban sobre el mármol del
suelo.
Al reconocer el
timbre de voz, James se tensionó y le chirrió hasta la mandíbula.
El duque de Beaufort; Henry Somerset.
—Debí imaginarlo. —Bufó—. Solo un cobarde a traición me
atraparía...
—¡Cierto! Jugué con mis peores bazas —confesó,
deteniéndose frente a él—. Pero aquí está, a mi merced, y encadenado como un
perro. —Una carcajada triunfal le rebotó en los oídos—. No pretendería salir
airoso después de hundir dos galeones ingleses, asaltado más de ochenta buques
y robado al mismísimo rey, ¿verdad?
—Púdrete, Somerset.
Escupió al suelo y desvió la mirada.
—Tengo curiosidad. ¿Por qué los hundió? Dentro de esos
barcos había suficiente oro como para desaparecer de la faz de la tierra.
—Por el mero placer de molestar —contestó y una vara le
golpeó en la cara.
James rio.
—Necesitará más que una fusta para doblegarme...
No terminó de hablar cuando una patada en las costillas
le robó el aire de los pulmones.
—No, escoria indigna. Pero debo conservar su rostro
impoluto.
James fulminó al duque con la mirada.
—¿Eso es todo? —balbuceó, petulante.
—No me tiente, capitán —le advirtió y su voz siseó
amenazante—. Gracias a sus proezas como pirata, podría entregarle su cabeza al
rey hoy mismo. ¡Nada menos después de todas las fechorías!
—¿Y qué le impide hacerlo? —inquirió él—. Dejémonos de
rodeos... ¿Qué quiere?
James lo instó a dejar las pomposas formalidades a un
lado y hablar con propiedad.
—¿Cómo sabe que deseo algo?
—Si me quisiera muerto, ya me habría entregado al rey.
—El duque retiró la mirada, evidenciando todas las sospechas—. Solo lo repetiré
una vez más, ¿qué quiere?
—Es más inteligente y suspicaz de lo que me imaginaba —declaró—.
Quiero hacer un trato.
James rio de nuevo.
—No.
Somerset hizo un gesto con la mano y los guardias lo
alzaron, provocándole una punzada de dolor que le hizo gruñir. Su estancia en
el calabozo había sido de todo menos grata y tenía el cuerpo lleno de golpes,
cortes y cardenales.
—Dada su situación, capitán, no está en posición de
rechazar una oferta como la mía. No cuando se encuentra tan cerca de pender de
una soga.
—Qué ingenuo es al pensar que me da miedo la muerte...
El duque bufó y se recolocó la empolvada peluca.
—Quizá no le dé miedo la muerte, pero sí aprecia su vida
—convino más sombrío—. Y la de sus hombres... —James lo fulminó con la mirada—.
Haga un pacto conmigo y recuperará sus bienes más preciados.
—¿Acaso tengo otra opción?
—Sí, capitán. Tiene dos opciones; hacer un pacto conmigo
y obtener grandes beneficios, o rechazarlo y aceptar una muerte larga y
dolorosa en manos del verdugo del rey. No obstante, un hombre inteligente
abogaría por la primera sin pestañear siquiera. —Sus miradas se toparon antes
de continuar—. Le estoy ofreciendo la oportunidad de burlar a la muerte.
—Negociando con el diablo… —añadió James.
—Llámelo como quiera. Pero si se niega, irá directo a
verlo. —La voz de Somerset jugaba mordazmente con la ironía—.Y créame cuando le
digo que ya está esperándole en el infierno.
James permaneció en silencio, sumido en sus cavilaciones.
Estaba a punto de pactar su sentencia de muerte y era muy consciente de las
consecuencias que sufriría. Pero si accedía tendría una opción de escapar y
postergar el peor de los desenlaces.
La horca.
—Hábleme del trato —accedió al fin.
—¡Magnífico! Ya veo que además de una gran bocaza, tiene
instinto de supervivencia. —James se mordió la lengua para no enviarlo al
infierno y echarlo todo a perder—. ¿Ha oído hablar del Tesoro de Lima?
La pregunta lo puso en guardia. Pocos conocían la
historia real de ese erario escondido.
—El tesoro de la isla de Coco tan solo es una leyenda
—eludió, a sabiendas de la verdad—. Nadie lo ha encontrado jamás.
—Que nadie lo haya encontrado, no significa que no
exista. Sabe tan bien como yo de su existencia. El problema es que nadie sabe
por dónde comenzar a buscar.
—Por la satisfacción del tono de su voz adivino que ya
sabe por dónde empezar, ¿me equivoco?
El duque asintió con pedantería.
—Después de años de búsqueda poseo la llave para llegar
hasta él. Pero necesito la astucia de un lobo de mar. —Un dedo inquisitivo lo
señaló—. Ayúdeme a encontrarlo y le devolveré sus privilegios.
—Ya sabe qué quiero a cambio.
El duque alzó una ceja ante el arrojo.
—¿Cree que está en condiciones de negociar?
—Sí —espetó James, tajante—. Si aún estoy vivo, es porque
soy el único que puede hacerlo.
El duque estaba tan interesado como él en conseguir su
objetivo, y negociar los términos de una liberación era lo mínimo que podía
hacer. Somerset abrió el baúl de plata situado en el gran escritorio de roble
que los separaba y extendió un pergamino frente a él.
—He aquí su libertad —dijo.
A medida que James leía su expresión se desencajaba. Ante
él tenía la enmienda que siempre había ansiado. La declaración expresa de un
privilegio inaudito para un pirata.
—Es una carta de corso refrendada por el mismísimo rey al
que un día juró lealtad —dijo Somerset antes de volver a guardarla con
pulcritud—. Cuando me entregue lo que deseo, será suya.
El sonido hueco de la tapa del baúl al cerrarse devolvió
a James a la realidad.
—Aún no he terminado —refutó y Somerset se irguió,
molesto—. Quiero la absolución de todos mis delitos.
Las influencias del duque le reportarían grandes
beneficios a la negociación. La ambición de aquel hombre no tenía límite, ni
precio. La traición y la manipulación eran un juego para él, y era evidente que
posicionarse junto al caballo ganador, cuando el país estaba en plena guerra,
era una proeza digna de un hombre astuto.
O quizá de un imprudente...
Mientras Prusia se dividía entre los Hohenzollern y el
sacro imperio Germánico de los Habsburgo, sus aliados y enemigos confabulaban a
favor del mejor postulante para ganar una guerra que duraría años.
Mientras los países se dividían y los intereses
comerciales se desvanecían, hombres como Somerset buscaban un lugar
privilegiado junto al mejor postor. Una posición adyacente al poder y a la
influencia que le otorgaría una gran potestad sobre las Indias tras la posible
constitución de un imperio colonial.
—Tendrá su indulto real —consintió a regañadientes— ¿Ya
ha terminado?
—No. —Somerset se crispó aún más, para la enorme
satisfacción de James—. Si quiere que lo haga será bajo mis propias normas, con
mi tripulación y con mi barco.
—¡Ni hablar! El barco es mío. Necesito una garantía de su
lealtad. Pero le proporcionaré un barco nuevo y la libertad de elegir a su
propia tripulación.
—¿Tiene miedo a la traición?
—No me fío de ningún pirata. ¡Y menos con el apellido
Roberts! —exclamó y lo miró—. Pero debe saber que si falla o me traiciona, su
barco terminará hundido en medio del océano Atlántico...
El timbre de la voz del duque reafirmó la amenaza; si
fallaba, el único legado de James se hundiría en las profundidades del mar, junto
a los únicos recuerdos buenos que poseía de él: Bartholomew Roberts. Uno de los
piratas más temidos del océano Atlántico. Un diestro lobo de mar que logró
desestabilizar a la mismísima armada británica y declarar la guerra a los
gobernadores de las islas de la Martinica y Barbados.
Todo un caballero y pirata; era
elegante, autoritario, clemente y osado. Un hombre ejemplar que hizo historia. Pero
James no era como él. El tiempo y las circunstancias se habían encargado de
enterrar cualquier reminiscencia para convertirlo en un hombre carente de alma,
despiadado y mordaz.
Sin embargo, aún conservaba algo bueno. Lo único que lo
mantenía con ambos pies sobre la tierra, lejos de las llamas del abismo.
La modestia de ser un hombre de palabra.
Sin corazón, pero vivo.
Sin alma, pero con honor.
—¿Cómo podré encontrar el Tesoro de Lima? —preguntó
James, exiliando los recuerdos de su difunto padre.
—¿Ha oído las historias sobre Margaret Kyteler?
James arrugó el ceño al oír el nombre.
—¿La bruja?
Somerset asintió.
—Margaret Kyteler, fue una de las brujas más antiguas y conocidas de
Irlanda y del mundo. Se decía que era bonita, sofisticada y con una maravillosa
capacidad de manipulación. Una mujer con suficiente poder como para asustar al
mismísimo rey de Inglaterra —explicó—. Fue acusada de brujería en 1311, pero
antes de cumplir su sentencia de muerte escapó del país y no se volvió a saber
de ella.
—He escuchado sus historias. Pero ¿qué nexo la une con el tesoro?
—Como ya sabrá, el botín fue escondido por el pirata y capitán Edward
Davis. —Al escuchar aquel nombre, James se llenó de repugnancia—. Escondió en
la isla de Coco setecientos lingotes de oro, veinte barriles llenos de doblones
de oro, y más de cien toneladas de reales de plata españoles. Una fortuna. Pero
la parte más importante es que Dorothy Kyteler, nieta de Margaret Kyteler fue la
que sepultó el Tesoro de Lima —reveló—. En un lugar, muy distinto, al que todos
conocemos...
—No tiene sentido —inquirió él—. ¿Por qué motivo lo haría?
—Por venganza,
desesperación… ¡Quién sabe! Lo que sí sé es que hechizó la isla para esconderlo
de los ojos indignos. Personas sin ningún lazo de consanguinidad con un Davis.
La tensión sobrecogió a James al recordar al viejo
capitán. La simple mención de su nombre revivía oleadas de recuerdos llenos de
furia y dolor. De la venganza pendiente. Y si su estirpe era la llave del
tesoro, eso significaba solo una cosa.
—Hay un descendiente
de Davis vivo... —Las palabras le brotaron de los labios en un tono despiadado.
Y aun cuando esperaba estar equivocado, le hirvió la sangre.
—Una descendiente —se apresuró a corregirlo—. Hemos pasado años buscando el
camino que no llevaría tesoro, sin darnos cuenta de que el mapa; era una mujer.
Hija de una de las muchas amantes de Edward Davis.
—Dorothy Kyteler —adivinó, al hilar ambas historias y encajar las piezas de
aquel tétrico rompecabezas.
—¡Sobresaliente, capitán! —exclamó Somerset, satisfecho, antes de colocar
ambos pies sobre la mesa. —Por lo que sabemos, Dorothy tuvo un idílico romance
con el capitán Davis y de su unión nació una preciosa niña llamada Catherine
Davis Kyteler. —James no salía de su asombro—. Pero la felicidad duró poco ya
que después de nacer desapareció en manos de un desconocido, y hasta el día de
hoy no se ha sabido nada. La buscó durante toda su vida y antes de su muerte,
consumida por la pena y la rabia, sepultó el tesoro de Davis bajo un hechizo y
lo culpó por su pérdida. —Se encogió de hombros—. Eso cuenta una de las cientos
y cientos de historias sobre ella.
—Pero según esta, adivino que el tesoro es la recompensa para el hombre que
le devuelva a su hija, ¿no es así?
—Esa es la hipótesis más viable, aunque nadie se puede fiar de las leyendas
contadas por piratas. Según la dirección que tome el viento varían y se
tergiversan en los labios del narrador. Lo único seguro es que ella es la llave
—recalcó con fervor.
—¿Cómo sabe que la mujer me llevará hasta él?
La mirada del duque se oscureció y heló el aire en torno a ellos.
—Lo hará, o morirá —declaró con una frialdad sobrecogedora—. Ese será parte
de su trabajo, capitán. Estoy seguro que persuadir a una dama no te resultará
difícil… Y mucho menos si es joven y hermosa. —Ladeó el rostro de forma
presuntuosa—. ¿Acepta?
Una media sonrisa se perfiló en los labios de James.
—Lo haré —accedió con arrogancia y una despiadada venganza personal pintada
en los ojos—. Tengo demasiado que perder y aún más que ganar.
El duque chasqueó los dedos y los hombres liberaron a James de los
grilletes.
—Tengo otra pregunta... —Se frotó las muñecas doloridas con una mueca
dentada en el rostro.
—Adelante.
—¿Cómo se supone que voy a traer a un puerto inglés setecientos lingotes de
oro, veinte barriles llenos de doblones de oro y más de cien toneladas de
reales de plata españoles?
—¡Quédeselos! Escóndalos por el mundo o desperdícielo en bebida y mujeres.
No los quiero. El oro, la plata y las joyas no me importan —dijo—. Será su
recompensa si logra llegar a la isla.
—Entonces, ¿qué es lo que quiere?
La comisura de los afilados labios del duque se curvó.
—En la isla hay algo que es mío. Lo encontrará en la cueva, dentro de un
cofre de oro con epigrafías en una lengua antigua —explicó—. Un joyero no más
grande que la mano de un hombre. —Abrió una palma como si pudiera verlo—.
Tráigamelo, y le devolveré su barco y le brindaré los privilegios de un rey en
el mar.
Si las únicas opciones viables de James eran encontrar el tesoro de Lima o
morir, moriría luchando en alta mar.
—¿Dónde puedo encontrar a la mujer?
El duque rebuscó en su escritorio y le entregó un sobre lacrado. Lo abrió y
revisó la tarjeta con ávido interés. Estaba escrita con una sofisticada letra
dorada, sobre papel perfumado color marfil. Era una invitación expresa de la
familia Baker a uno de los excéntricos bailes de las altas esferas de Gales.
—Catherine Eloane Baker. La hija adoptada del aristócrata Thomas Baker. —Se
detuvo, petulante—. Aunque ella no lo sabe aún... En dos días, su hermana
Josefine, celebrará su presentación en sociedad y será la oportunidad perfecta
para que entre en acción —explicó—. Use la elegancia que le legó su padre para
conseguir el mapa a la libertad.
—¿Cómo podré reconocerla entre los invitados?
—Catherine brilla con luz propia; es bonita, sofisticada y con una
maravillosa capacidad de manipulación. —Se detuvo para rascarse la barbilla—.
Creo que eso último, lo heredó de su padre. —El duque, inmerso en sus
cavilaciones, volvió a ladear la cabeza antes de hablar—, La reconocerá por su
extraordinaria belleza y por tener los ojos más oscuros que jamás haya visto.
Una mujer magnífica e irresistible, pero inalcanzable para todo hombre.
—Todo un reto. —James esbozó una suspicaz sonrisa cargada de perversidad—
¿Algo más que deba saber?
—No, capitán. Disfrute del viaje. Su barco le espera en el puerto de
Aberystwyth.
****
La noche ya caía sobre la ciudad cuando James alcanzó la
taberna de Barry el cojo. Las calles estaban tan oscuras como la cueva de un
lobo, y el espeso olor a putrefacción le inundó la nariz. Entró a la cantina y
escrutó a todos los presentes, tratando de localizar al único hombre que
necesitaba; Benjamin Ludwig.
No tardó mucho en reconocer la demacrada y ebria imagen
de su contramaestre. Bebía y cantaba como una cuba, sentado en una de las mesas
del rincón. Tenía la nariz y las orejas rojas a causa del exceso de alcohol y
ojeras por la falta de sueño, pero no soltaba la jarra de whisky añejo.
No era muy alto, superaba la cuarentena y le faltaban
algunos dientes. Pero era el hombre más fiel de la tripulación. Durante años
sirvió a su padre, Bartholomew Roberts, y con el tiempo a él, con la misma
honorabilidad.
—Deberías dejar de beber, Benjamin.
El contramaestre abrió los ojos somnolientos, y
sorprendido, desvió la mirada del rostro de James a su jarra. Confundido, lo
hizo varias veces antes de hablar:
—Por todos los santos… ¿Es un fantasma?
Suspirando, James le apartó el whisky.
—No. Aún no puedes ver a los muertos —le confirmó—. Te
quedan muchos años de vida para eso. Soy de carne y hueso.
—¡Está vivo! Pero… ¿Cómo? ¿Hizo un pacto con el diablo
como hizo Barbanegra?
—Algo parecido, hice un trato con el duque de Beaufort.
—¡Bastardo canalla y cobarde! Sabandija…
—Shiiisssst. —James miró a su alrededor para comprobar
que nadie los escuchaba—. Hice un trato a cambio de mi libertad.
—¿Y el trato incluía alguna cláusula de tortura? —espetó
irónico, mirándolo de los pies a la cabeza—. ¿Qué le ha pasado, capitán?
—Mi cautiverio no fue precisamente una estancia
placentera. —Se encogió de hombros; al menos ahora era libre—. Pero eso no es
lo importante. ¡Céntrate, Ben!
—Debería curarse esas heridas —insistió con voz gangosa.
—Lo haré. Pero necesito que reúnas a la tripulación.
Benjamin negó con la cabeza.
—Muchos ya se han ido, otros tantos murieron en la
emboscada del cerdo de Somerset, y los pocos que quedan están borrachos.
Al oírlo, James arqueó una ceja con incredulidad y Benjamin
se irguió.
—Sí, tal y como estoy yo; felizmente borracho.
—Pues despéjate y consigue una tripulación para mañana al
amanecer. —Le ordenó.
— Capitán, ¿para qué quiere una tripulación si no tenemos
un barco?
—Hay un navío listo para zarpar amarrado en el puerto de
Aberystwyth.
Al oírlo, Ben dio un brinco y volcó su jarra.
—¡Tenía que haber empezado por ahí! —exclamó—. ¿Ha
recuperado el Royal Rover?
—No. Mi barco sigue en manos del duque hasta que cumpla
con mi parte del trato.
Benjamin golpeó la mesa y maldijo de nuevo.
—Hábleme del trato, capitán. ¿Qué se supone que debemos
hacer?
James esbozó una media sonrisa antes de desvelar su
objetivo.
—Buscar el Tesoro de Lima.
La cara de Benjamin se desencajó.
—Cielo santo, capitán. ¡Son solo leyendas! ¿Cómo voy a
convencer a la tripulación con tales patrañas?
—Solo tienes que decirles que el botín supera los veinte
barriles de doblones de oro, joyas y lingotes...
El contramaestre volvió a abrir los ojos y la boca.
Parecía tan sorprendido como un pez fuera del agua.
—Hola, capitán —susurró una melosa voz femenina—. Cuánto
tiempo…
Brigitte, se dijo.
La preciosa mujer de cabellos rojos como el fuego se
sentó en las piernas de James y entrelazó los brazos alrededor de su cuello.
Llevaba un vestido verde con bordados negros y sus pechos sobresalían del
corpiño de forma sugerente a la altura de los ojos de él.
—Demasiado tiempo… —susurró James con voz profunda. A
través de la liviana tela del vestido, podía sentir manar el calor de la piel
de Brigitte. Una reconfortante y fútil sensación calidez que lo instigó a caer.
Hondo y muy lejos de allí—. ¿Qué has estado haciendo durante mi ausencia,
mujer?
Una perspicaz sonrisa se dibujó en el pecoso rostro de
ella, evidenciando todas las maldades que se escondían tras aquellos traviesos
labios.
—¿Me ha echado de menos, capitán?
—Siempre se echa de menos la compañía de una mujer...
—Ella le mordisqueó el mentón de forma tentadora.
—¡Brigitte! —interrumpió Benjamin haciendo un
aspaviento—. Estamos hablando de negocios. ¡Márchate!
—Ya está todo hablado, Ben —concluyó James—. Reúne a la
tripulación para mañana a mediodía. Buenas noches.
La alzó en volandas y hundió la cara en el cuello de la
mujer. Brigitte profirió un sonoro gritito de placer. Necesitaba descansar,
pero antes de hacerlo, disfrutaría del agradable sabor de la carne femenina.
Subieron a la parte más alta de la taberna y entraron a
una habitación. Era pequeña, pero acogedora. Estaba iluminada por la tenue luz
de las velas y el cálido aroma a madera entumecía el ambiente.
En el rincón de la habitación una bañera con agua
caliente.
—La he hecho preparar para ti. —La orgullosa sonrisa de
la mujer se ensanchó.
Brigitte se acercó a él y comenzó a desabrocharle la
camisa con delicadeza. Sus traviesos ojos no se apartaron de los de él, en
ningún momento. Lo tentaba con cada movimiento, con cada roce de sus dedos. Le
abrió la camisa y le arañó el pecho antes de morderle el cuello hasta hacerle
sisear de placer.
—¿Cuánto me ha echado de menos, capitán? —El fuerte
perfume a pachuli de Brigitte le inundó la nariz y quiso más.
Incapaz de controlar su voracidad, James acorraló a la
mujer contra su pecho y la pared. De un tirón le desabrochó la parte alta del
corpiño y hundió la cara en sus pechos. Dejó que ella lo desprendiera de la
casaca y le desabrochara la camisa mientras se daba un banquete con su cuerpo.
Ronroneaba como un gato bajo el contacto de su lengua, pero ninguno de los dos
se contuvo.
Entre gemidos, las osadas manos de Brigitte se abrieron
paso dentro de sus pantalones y aquel temerario gesto, le arrancó un vasto
gruñido que le estranguló las palabras en el paladar.
—Quiero más. —Reclamó, y el tono de voz rozó la exigencia
de una orden.
James la cogió por los muslos y la desparramó en la cama.
Necesitaba hundirse en ella y olvidar todo lo ocurrido. Una pueril evasión que
todo pirata necesitaba tras un largo viaje en alta mar.
Brigitte se mordió el labio y abrió las piernas.
—Soy suya, capitán.
Consumido por una devastadora necesidad carnal, le subió
la falda hasta las caderas, le destapó los muslos, y como un animal sediento de
lujuria, la penetró. La delicadeza de las palabras se perdió entre los salvajes
arañazos de la mujer y los gruñidos de James. La necesidad de poseer la sabrosa
carne femenina lo envolvió en un manto de indiferencia que despertó los
instintos más primarios en él.
Eso era lo único que lograba obtener de una mujer; placer.
Una más, de entre tantas mujeres que saciaban su sed
carnal ansiosas de algo que él ya no poseía: corazón. Hermosas mujeres que
amparaban su soledad de forma temporal bajo el regazo del impávido sexo.
James tenía las piernas de la mujer entrelazadas en su
espalda mientras la poseía de forma salvaje. Con cada acometida se sumergía más
en las cálidas oleadas del éxtasis. Los gemidos lo amortajaban y lo confinaban
en un lugar muy estrecho, mientras la susurrante voz de Brigitte lo incitaba a
caer más hondo.
—Bésame —susurró.
James hizo caso omiso a sus palabras, y continuó el
asalto sin miramientos. Había aprendido a satisfacer las necesidades del presente,
viviendo en las tinieblas de su propio confinamiento. Aun cuando desease salir
del destierro, se negaba. Prefería vivir como un depredador en las sombras.
Siempre al acecho.
La embistió con ímpetu, poseído por un hambre insaciable,
hasta que sintió un fuerte tirón del pelo. Gruñó tras el agarre pero no se
detuvo y la obligó a complacerlo. Brigitte era caprichosa e irreverente, algo
que avivaba la parte más brutal de James.
—James... —Al oír el tono suplicante de la voz de
Brigitte, la miró.
Llegados a ese punto, ambos sudaban y jadeaban como
animales en celo. Sus cuerpos ondeaban igual que las olas, uno sobre el otro,
mientras las palabras se entrecortaban en unos paladares sedientos de mucho
más.
—¿Tan difícil es, capitán...? —Arrulló ella.
—¿Qué quieres, mujer?
Le acarició el mentón y él ralentizó el ritmo.
—Bésame.
Los ojos de James se oscurecieron y sus músculos se
tensaron.
—No.
La cara de Brigitte adquirió un intensó tono carmesí por
la rabia y lo empujó para salir de debajo de él. James la retuvo y volvió a penetrarla,
amenazante, en sus ojos brillaba la advertencia y su parte más oscura.
Aquella que todos temían.
Si alimentas a las bestias, debes atenerte a las
consecuencias, se dijo.
Un fuerte mordisco le obligó a maldecir y la agarró con
más fuerza. Furibundo y excitado, James luchó contra sus instintos para
detenerse pero luchaba contra un imposible.
Solo lo frenó un sonido.
Un gemido que se
coló bajo la piel de James y caló en la parte más profunda de su alma.
Recordándole el instante que le arrebataron lo único que poseía bajo un mar en
plena tempestad.
Al mirar el rostro de Brigitte y ver sus ojos empañados
en lágrimas, despertó. Una vez más, había vuelto a caer en el gélido páramo de
la impasibilidad y la barbarie. Brigitte estaba asustada. Se había convertido
en la presa del cazador. Él. Pudo percibir el pulso acelerado, el miedo
acompañado del temblor y la clemencia implícita en su mirada.
Una misericordia que nunca nadie le concedió tras sus
fallos.
Regañándose a sí mismo, James la liberó del peso de su
cuerpo y Brigitte se apartó sujetándose el corpiño. Debía huir, era la opción
más recomendable, pero se mantuvo allí, muy cerca.
—No soy suficiente mujer para ti, ¿verdad? —susurró con
un hilo de voz.
James suspiró.
—Eres suficiente mujer para cualquier hombre… —contestó, con
la mirada perdida y la voz hueca.
—Pero no para ti.
—Pero no para mí —repitió él.
La bofetada hizo que le castañearan los dientes y el
golpe le calentó la piel. Al instante, la cólera le bajo por los hombros como
lava y le cosquilleó en las puntas de los dedos.
Quiso cometer una locura y
maldijo a todos los santos existentes por sentir aquel impulso. No podía. Ella
no tenía la culpa de los fantasmas que lo acechaban.
—¡Fuera! —bramó James de un rugido y apretó la mandíbula
mientras la mujer desaparecía de su vista.
Él no se movió, se quedó mirando el suelo, en silencio,
pensando a gritos.
—¿En qué me estoy convirtiendo? —Se preguntó.
Durante años había quebrantado todas y cada una de las
leyes del hombre. Había cometido actos terribles como hombre y como pirata,
hasta destruir todos sus principios para convertirse en un monstruo. Los
pecados eran tan atroces, que las garantías de un lugar privilegiado en el
infierno lo amparaban.
No tenía salvación.
Demasiada sangre, se recordó.
****
Un rayo de sol se coló a través de las finas cortinas e
iluminó la habitación. James abrió los ojos y la relajante luz le recordó la
razón de su libertad.
Se desperezó y miró a su alrededor, pero solo lo
acompañaban el silencio y el refrescante ruido del ajetreo de la ciudad.
Sin dilación, se levantó y fue a la cómoda donde tenía
ropa limpia y comida. Metiéndose en la
boca uno de los panes de centeno, se puso la casaca, el cravat y se encaminó al
puerto.
Ya estarían esperándole en el muelle, pensó.
No tardó mucho en llegar a su destino y nada más bajar
del carruaje escuchó la voz de Benjamin:
—¡Capitán, le estábamos esperando!
—¿Hiciste lo que te pedí?
—Sí, saqué a los mejores marineros disponibles de las
tabernas.
James alzó una ceja.
—¿Estás seguro de que saliendo de las tabernas, son los
mejores?
—Bueno, es lo mejor que he podido encontrar —aclaró—.
Tenga en cuenta que un día es muy poco tiempo —añadió en su defensa—. Además, he
recuperado a parte de la tripulación veterana.
—Bien hecho.
Se detuvo al ver un gran buque bergantín amarrado en el
extremo sur del puerto.
—¿Es este? —preguntó James, incrédulo.
—¡Es un barco magnífico, capitán!
—Nada comparado con el Royal Rover.
—Lo sé. ¡Pero es mejor que una barca y un loro! —espetó
con agilidad—. Confiese que podría haber sido mucho peor.
James resopló al ver el nombre del buque: Dear Liberty.
—¿Querida libertad?
—leyó.
—No sabía que el duque tuviera
sentido del humor, capitán.
—Todo un descubrimiento... —expresó James para sí mismo.
Subió al gran buque bergantín y se sorprendió al
comprobar que tenía una eslora de unos treinta y cinco metros de largo. El
velamen era mayor en comparación con el casco, y el aparejo estaba nuevo e
impecable. Listo para zarpar. Bajó a la Santa Ana y para su satisfacción, James
contó dieciocho cañones de veinticuatro libras y cuatro carronadas ajustables.
Era más pequeño que el Royal Rover, pero estaba mejor armado.
Entró en el camarote designado para el capitán y se
detuvo ante la ostentosidad del lugar. Era amplio, elegante y confortable, pero
nunca sería su barco.
El alma de James residía en el Royal Rover, y allí moriría junto a su padre.
Se detuvo delante de la pequeña librería y sonrió al
comprobar que Somerset había hecho traer sus manuales de navegación y todos los
cuadernos de exploración. Sobre el gran escritorio central habían dejado el
cuaderno de bitácora del Dear Liberty,
y un libro.
Al cogerlo, se le contrajeron las entrañas. Era la
edición de Don Quijote de la Mancha
que guardaba con recelo en el camarote del Royal
Rover. Tenía un gran valor para él.
Entre las páginas centrales había una carta con el sello
de Somerset que decía:
Salió del camarote y subió al castillo de popa donde
estaba Benjamin. Se detuvo al lado del timón y observó con detenimiento a sus
nuevos marineros en cubierta. Iban de un lado al otro ocupados con el
avituallamiento del buque.
—¿Cuántos son?
—Cuarenta marineros en total. En su gran mayoría piratas.
—¡Capitán! —El grito desvió la atención de James.
En la proa del barco, agitaba las manos uno de los
marineros más expertos y uno de los piratas más obstinados de su tripulación.
Colton era alto, delgado y con aspecto de delincuente, pero un buen cañonero. Su
puntería era capaz de alcanzar una hormiga al vuelo, sin embargo, el alcohol y
el juego eran su debilidad.
—¡No me lo puedo creer! ¡Está vivo!
La alegría era más que evidente tras el trágico abordaje
del Royal Rover.
—También me alegra verte, Colton. —Se saludaron con
propiedad—. ¿Hay algún conocido más en el barco? ¿Qué fue del oficial de
artillería Chris Della Rovere?
—Está vivo y a bordo. —Le confirmó—. Es el encargado del
avituallamiento. Seguro que ahora mismo está disfrutando del olor a pólvora que
desprende la Santa Bárbara —explicó Benjamin con entusiasmo—. También
encontrará a McGwire, Williams, Sloan…
James se alegró de recuperar a parte de su tripulación.
Sin ellos, el Tesoro de Lima se convertiría en polvo y arena.
Un objetivo fantasma.
—Capitán, ¿cuál es el siguiente paso? —preguntó Benjamin.
—Consígueme un traje, esta noche asistiremos a un...
Una voz lo interrumpió.
—¡Bastardo, ruin y despiadado!
Todos miraron en dirección al puerto y James puso la mano
sobre su espada. Solo había un hombre que se tomaría la licencia de omitir los
estamentos a la hora de dirigirse a un capitán. De hablarle de tú a tú, sin
temer a las consecuencias.
Alexander, el segundo a bordo del Royal Rover, había vuelto.
—Parece que no soy el único que trata con la muerte…
Ambos desenfundaron las espadas del tahalí y se pusieron
en guardia.
—El diablo me tiene aprecio —contestó James.
Benjamin cogió su pequeña petaca llena de ron y dio un
largo sorbo mientras toda la tripulación se tensaba.
Antes de poder exhalar un suspiro, el ruido del choque de
las espadas alertó a todo el puerto. La agilidad de ambos hombres era
impactante, pero la destreza de James sobrepasaba cualquier límite. La espada
era un medio de vida para él. Un modo de sobrevivir al mundo y a las
atrocidades que lo acechaban. Rechazaba los estoques con una elegancia
envidiable mientras mantenía el semblante imperturbable.
Con varios movimientos que hicieron sisear a la
tripulación, James situó la espada sobre el cuello de su oponente. Con una
patada precisa, puso de rodillas a Alexander, y vencido ante el filo de su
espada, dejó caer la suya.
—Ya veo que sigues siendo igual de escurridizo que una
anguila, James.
—Tratar con el diablo te proporciona vastos beneficios extras,
Alex.
La tensión entre ellos era evidente, pero sin un motivo
aparente, comenzaron a reír. Las carcajadas se contagiaron entre los marineros
que se miraban entre sí, confundidos. Benjamin volvió a dar otro largo trago a
la petaca de ron antes de hablar:
—Maravillosa entrada, Alexander. Digna de un rey.
Alzó el sombrero a modo de saludo.
—Yo también os he
echado de menos, bribones. —James le ofreció la mano y se abrazaron con ganas.
—Nunca lo hubiera dicho; pero me alegra verte vivo.
—Lo mismo digo, capitán. —Alexander se adecentó la casaca—.
Dicen que vas tras el Tesoro de Lima, ¿es cierto?
—Si lo fuera, ¿vendrías?
—¿Qué? —Levantó una ceja—. Si tu pregunta es, si volvería
a navegar por los mares del sur, pasar por terribles tormentas y deleitarme con
el canto de las sirenas, mi respuesta es un sí.
—Sacándose el sombrero hizo una profunda y teatral reverencia—. Cuenta conmigo,
hermano.
Alexander
era la mano derecha de James y el intendente en funciones. Rubio, de ojos color
arena y constitución esbelta, era más ancho que muchos hombres; pero no más
alto que él. Poseía un sentido del humor ácido y solía evadir la inquietud con
sarcasmo. Un hombre impulsivo, con ideas revolucionarias, despiadado, pero con
corazón.
Algo que
James daba por perdido.
Las cualidades humanas de Alex iban más allá
de las lamentaciones de un hombre que no tenía nada más que su cabeza y la
astucia para sobrevivir. Un guerrero que juraba fidelidad bajo un credo inclemente
que le había arrebatado todo, y le había enseñado a sonreír a la crueldad del
destino.
Tiempo atrás fueron como hermanos, hasta que el
infortunio se jactó con ambos... Juntos habían recorrido el mundo, deleitándose
con la dulzura de los manjares de la tierra y el mar, desde sus joyas, hasta
sus mujeres, pasando por el amor y la pérdida. Vieron la magnánima imagen de
una tierra llena de privilegios y libertinaje. Disfrutaron de las diferentes
culturas y se dejaron seducir por las sombras de una existencia llena de
pillaje y botines de camino a una gloriosa muerte en el mar.
Sin embargo, tras la penuria, la gloria, el dolor y la
satisfacción de ser pirata, la vida volvió a unirlos.
—¿Llego tarde? ¿Me he perdido algo?
James salió de sus pensamientos al escuchar la voz de
Salvatore, el cocinero del Royal Rover.
Su peculiar acento inglés denotaba su origen italiano. Era un experto en su
campo, y con él a bordo, el buque estaba completo.
¿O no?
—Capitán, ¿vamos a la guerra y no nos lo ha dicho?
James giró sobre sus pies y vio el anciano rostro de
Graham Campbell, el médico. Un hombre de avanzada edad, con aspecto
aristocrático y mirada afable.
—Puede, y me alegra saber que usted estará aquí para
ocuparse de las peores heridas.
Todos rieron al unísono y James le ayudó a subir.
—Caballeros, piratas; —prosiguió con pomposidad—.
Bienvenidos a bordo del Dear Liberty.
Disfruten del viaje...
Primera Edición: Mayo 2016
Título original: la rosa de los vientos
©A.V.Cardenet, 2014
ISBN: 978-84-9455800-0-9
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